sábado, 26 de enero de 2008

El amor, ese eterno desencuentro

Paula se muere por Juan, pero él le dedica apenas unas tres horas semanales porque está casado con Marcela, quien a su vez lo engaña con el profesor de yoga, ese que está de novio con Juanita, la ex mujer de Aníbal, el amante de Julia, que es la segunda esposa de Manuel, que viene a ser el quinto ex de Clara, la actual novia de Carlos, el que hace un año se separó de Cyntia, que ahora está felizmente casada con Mauro... o al menos eso cree ella, porque en el fondo su marido se muere por Paula, ¿cómo qué Paula? la que se muere por Juan al principio de esta historia...

Y así andamos por la vida como ciegos, como sordos,
desfalleciendo de amor por quien no nos corresponde,
ignorando sin querer (o queriendo) a quien nos quiere,
desperdiciando suspiros, atardeceres y...

Acá tenía que poner algo que rime con sordos, y confieso que la primera palabra que se me pasó por la mente hubiera convertido mi poema en una chanchada; lástima, tan bien que venía. ¿Me estaré volviendo escéptica, estaré perdiendo el romanticismo?
Empecemos de nuevo, ahora en serio. El otro día me puse melancólica y se me dio por pensar en EL AMOR, o los amores, o ese eterno desencuentro en que suele convertirse lo que empieza como búsqueda y termina como desesperación.

Cosa mágica, el amor. Cosa de brujos el encuentro de dos cuerpos o dos almas entre miles, coincidiendo en el tiempo y el espacio con precisión astronómica mientras un coro de querubines les canta al oído... haga memoria, ¿Cuándo fue la última vez que le pasó? Yo ni me acuerdo. Ya casi me he resignado a no coincidir con nadie, me siento como un planeta solo en su órbita y no diviso siquiera un meteorito de medio kilo viniendo hacia mí.

Cosa sublime, el amor. Nos transporta por el aire como si fuéramos plumas, nos estira las arrugas, nos alumbra la mirada, nos dulcifica el carácter, nos redobla la energía, nos resucita el entusiasmo, nos vuelve a la adolescencia... mientras dura, todo es bello, brilla el sol, cantan los pájaros...

Cosa frágil, el amor. ¡Dura tan poco! Si en un principio flotábamos por el aire livianos como una pluma, de golpe nos convertimos en una bolsa de papas y allá vamos, en rauda caída libre, sin nada que nos ataje ni nos amortigüe el golpe. Una vez despachurrados contra el piso, lloramos como chico que ha perdido el chupete y cuando se nos pasan el dolor y la bronca, nos ponemos en pie con la mirada opaca, más arrugas, sin fuerzas para nada, avinagrados, con cien años encima. ¿Y todo esto porqué? Por el fatal descubrimiento de que el otro es tan humano como uno, y tiene mañas, defectos y hasta olores. Y por si esto fuera poco, el otro siente lo mismo. Y el idilio se convierte en amistad incestuosa, o en cariño, o en camaradería, o en depresión compartida, o en pegoteo neurótico, o en cualquiera de esas iniquidades en que suele terminar la convivencia.

Cosa inasible, el amor. Se nos escapa sin que nos demos cuenta, es pura ilusión, tal vez sea un invento nuestro para no sentirnos solos, para creer que nos eligen y elegimos, para sentir que somos parte del milagro del encuentro, de la coincidencia mágica. Sea lo que sea, llega cuando menos lo esperamos y se escabulle cuando más nos hace falta, dejándonos la piel en carne viva, las hormonas desconcertadas y el alma huérfana.

Cosa difícil de definir, el amor. ¿Es pasión, es ternura, es cariño profundo? ¿Son las tres cosas juntas, no es ninguna? ¿Cómo vamos a encontrar al amor de nuestras vidas, si no estamos de acuerdo en qué es el amor? Si yo creo que es amor pero él cree que es pasión, ¿cómo podremos llegar a la ternura? Si él cree que es cariño y yo creo que es ternura, ¿con quien compartiremos la pasión? Y si los dos creemos que es pasión, ¿no estaremos perdiéndonos todo lo demás, que también es hermoso?

Cosa difícil de hallar, el amor. Flota en el aire, como los virus, pero engriparse es más fácil que enamorarse. Arde en los labios, quema en la mente, duele en el alma, y cuando al fin parece que ahí está, que lo encontramos, que ahora sí, que esta noche es para siempre... uno despierta, a veces, con la cruel sensación de haber dormido abrazado a una estatua de sal, o a un fantasma.

Cosa trágica, el amor. Pocos finales felices, nos comemos las perdices y el resto es cuento. Tarde o temprano, se muere, el amor. Si se murieran juntos los amores de ambos enamorados no sería nada, lo malo es que se mueren a destiempo y entonces uno sufre mientras el otro no sabe que hacer para sacarse de encima el cadáver. Tendría que existir la eutanasia, en estos casos, para poder matar al amor que queda suelto. No tendría que haber amores sueltos, son incómodos, provocan escozor en los demás y en uno mismo, nadie sabe que hacer con un amor que se ha quedado viudo, solitario y estéril, y termina arrastrándolo como un estigma.

Cosa múltiple, el amor. Hay amores desdichados, desahuciados, no correspondidos, equivocados, complicados, finados, perversos, macabros, inútiles, sacrificados. También, claro, los hay puros, felices, ardientes, heroicos y francos. Pocos, pero hay...

Los amores puros, felices, ardientes, heroicos y francos son un don divino, y hay que dar gracias por ellos todos los días, de rodillas.

Los amores desdichados, desahuciados, no correspondidos, finados, equivocados... se curan con el tiempo, pero tienen, mientras tanto, un antídoto eficaz: otros amores. Porque un amor se olvida con otro amor, y el amor a los hijos, a los amigos, a la vocación, al perro, al gato, o a lo que se le antoje, son la mejor manera de sobrellevar ese AMOR que nos falta, el AMOR de pareja, ese amor que nos desvela y que se añora, como me pasa a mí, con los últimos fríos del invierno.

Pero a no equivocarse: no se trata de esconder nuestra carencia, usando a esos amores para mantenernos a flote hasta que llegue el otro, el AMOR. Se trata de aprender a disfrutar lo que tenemos y de amar hacia fuera, en círculos más amplios, poniendo en juego toda nuestra capacidad de dar y de recibir. El amor no se divide, se multiplica. Si lo hacemos crecer en todas direcciones, cuando llegue por fin ese otro AMOR tendremos un corazón fuerte, grande y acogedor, que no se arrugará como una pasa con el primer desengaño.

No hay caso, yo quería escribir algo especial sobre el amor, algo profundo, sangrante y lacrimógeno, algo acorde con mi melancolía, y me salió un engendro entre ácido y didáctico.

Sólo me faltó poner que las nalgas rosadas de Cupido tienen celulitis, que sus flechas son made in China y por eso el efecto del flechazo dura tan poco, que las naranjas transgénicas tienen los gajos impares y partirlas justo al medio es imposible, y que la pareja es la más despareja de las sociedades humanas. ¡Me estoy volviendo escéptica, nomás! Voy a tener que enamorarme, urgente...

* * *

Esto es de mi columna Peperina Exprés, la que tenía en El Zonda de San Juan.
Me gusta escribir este tipo de textos, en los que uno se expone pero al mismo tiempo juega con la imagen que encontrará el otro: es como mostrarse a través de un vidrio traslúcido, dejando ver apenas una mancha indefinida que tomará la forma de un cuerpo completo en la imaginación de quien nos mira, y según lo que éste quiera ver.

Pero lo más interesante es la respuesta que generan: cuando publiqué este artículo, me llegaron mails dándome ánimo, diciéndome que pronto llegaría el hombre de mi vida y cosas por el estilo; a nadie se le ocurrió pensar que detrás de mis palabras pudiera haber sólo un ejercicio estético, en el que la primera persona del narrador era apenas un recurso para conseguir que los lectores se identificaran, se sintieran de alguna manera representados.

Ahora bien, ¿habría podido escribir ese texto mintiendo, inventando lo que no siento? Tal vez otros puedan pero yo, no. ¿Puede el autor sacarse lo que escribe como si fuera un abrigo, algo que no tiene nada que ver con él, y dejarlo al alcance de quien se lo quiera llevar? ¿O está dejando, a veces sin saberlo y sin quererlo, girones de su propia piel?

Yo creo que sí, que se nos va la piel, que vamos deshojándonos en un largo, interminable otoño, y que nos hace bien porque con cada hoja que cae brota una nueva. Aunque haya quienes lo nieguen, incluso en las ficciones el escritor se expone: puede que sea apenas en los miedos, recuerdos o gestos de algún personaje, en los temas que aborda (algo que dice mucho de la persona)o en las descripciones, pero siempre habrá algo que lo descubra ahí, detrás de las palabras, pretendiendo esconderse de sí mismo y del mundo.

lunes, 14 de enero de 2008

Cómo sobrellevar un clítoris corrector

Cuando digo que soy correctora de textos suelen mirarme con cara de no entender, porque sacando a los que estamos en esto la mayoría de la gente no sabe nada sobre cómo se escribe y se edita un libro. Para los que asocian mi trabajo con lo que hacen las maestras en los cuadernos de los chicos, vaya esta explicación.
Hay correctores y correctores. De un lado está el déspota cruel que tacha con tinta roja, ebrio de sangre, dispuesto a hacer del libro ajeno algo lo más parecido posible a lo que él, el corrector, escribiría: si no le gustan los adjetivos, no deja ninguno, ni para muestra; si le disgustan los diálogos con modismos, los transcribe en castellano neutro. Del otro lado estoy yo, que corrijo con lápiz para que el autor pueda borrar las correcciones con las que no está de acuerdo, y que sólo busco realzar o mejorar un libro que no me pertenece.
Lo primero que tengo en cuenta cada vez que recibo un original es que no lo escribí yo sino otra persona, alguien con sueños y expectativas propios, y que yo no soy quien para matarle la ilusión, ni para menospreciar su obra. Lo segundo que tengo en cuenta es que esa persona tuvo la suficiente humildad como para reconocer que su trabajo puede tener errores, y que me está confiando algo muy preciado: su creación, el fruto de su esfuerzo.
Partiendo de esas dos premisas, hago un diagnóstico para saber si el libro ya está terminado o sólo es un borrador. Esto es complejo. Cuando la historia está cerrada, los personajes bien delineados, coherentes consigo mismos, y la trama permite una lectura de corrido, entonces el libro ya está listo, por más que tenga muchos errores. Pero cuando hay situaciones y personajes que no son convincentes, diálogos que más bien parecen discursos de directora de escuela y acciones contadas como una cronología de enciclopedia, entonces más que corregir hay que re – escribir. El problema, en este caso, es decírselo al autor… No me gusta ofender, ni lastimar, así que primero busco lo bueno, lo positivo (siempre hay algo: un personaje rescatable, algo de la trama) y empiezo por ahí; después paso a lo que no funciona y doy sugerencias de reescritura, como para que el autor vea una lucecita al final del túnel, algo que le haga sentir que no todo está perdido.
Si el libro está terminado y asumo el compromiso de corregirlo, trabajo con un enorme respeto por lo que el autor ha querido decir, y sólo corrijo para mejorar la forma, el estilo; nunca trato de darle a un escrito ajeno mi sello personal, algo que para muchos es tentador porque no conciben que se pueda escribir de otra manera que no sea la que ellos eligieron.
Cuando uno respeta al otro, es imposible no involucrarse porque libro y autor son las dos caras de la moneda. Para hacer un buen trabajo de corrección necesito entablar un vínculo personal con el autor, saber cómo fue el proceso de escritura, qué le costó más, qué disfrutó más, cuáles son sus modelos, y también qué espera de su libro. Esto me ayuda mucho no sólo para corregir, sino para lograr que acepte mis correcciones, algo que no es sencillo porque cuando uno escribe suele enamorarse de sus palabras y cuesta entender que al otro, al lector o al corrector, no le llegan con la intensidad, o con la claridad, con que uno piensa que deberían llegarle.

Mi oficio me ha dado muchas satisfacciones, precisamente por los vínculos que supe establecer con quienes me confían sus originales, pero tiene una contra: a veces me cuesta disfrutar un libro, o emocionarme, porque incluso cuando leo por placer le busco el pelo al huevo.
Para que vean hasta dónde llega esta deformación profesional, les cuento una anécdota. Una noche estábamos conversando por teléfono con Cristina Loza (además de amiga, soy su correctora) y me comentaba sobre un libro en el que había algunas escenas eróticas tan flojas que, según ella, su clítoris no se había inmutado. Así me dijo, textual, “mi clítoris no se inmutó”, porque ella tiene esos dichos, y yo le contesté: “Entonces el mío, menos, porque es más duro que el tuyo”. Supongo que la Cris habrá dado un respingo en la silla al preguntarme: “¿Cóoomo? ¿Por qué es más duro?”, a lo que yo respondí muy seria: “Es que el mío es un clítoris corrector…”
La carcajada al otro lado de la línea duró como diez minutos, y lo del clítoris corrector quedó para la posteridad.
Y es que es así. Uno no sólo lee con los ojos y la mente; también lee con el corazón, con la memoria del cuerpo, que siempre están marcados por las emociones, y hasta con los prejuicios. Todo lo que leemos nos produce, o debería producirnos, una reacción, una sensación, que puede ir desde la alegría, la nostalgia o la tristeza hasta el goce puramente intelectual. Si leemos una escena romántica, nuestro corazón debería latir al compás del de los amantes; si leemos una escena de terror, se nos debería erizar la piel, y si leemos una escena erótica, lo más lógico sería sentir algún escozor “ahí abajo”, como diría mi mamá.
Pero como yo tengo el clítoris corrector, no hay escena erótica LITERARIA (aclaro) que me venga bien: o sobran velas, o faltan almohadones, o es tan explícita que resulta burda, o es tan ambigua que no se sabe qué están haciendo, con quién, ni dónde ni por dónde… en fin, gajes del oficio. Hay cosas peores.

Hablando de escenas eróticas, la próxima novela de Cristina Loza, "La Hora del Lobo", tendrá unas cuantas de antología, en las que mi clítoris corrector no ha podido objetar siquiera una coma de tan bien logradas que están. Si no me creen, esperen que salga el libro y después me cuentan.
Podríamos estar horas discutiendo sobre cuándo una escena erótica está bien lograda. A mi humilde entender, lo está cuando el que hace el amor (o viola, o tiene sexo en el baño de un bar, o lo que sea) es el personaje, no el autor; cuando es el personaje, desde su idiosincracia, sus circunstancias y su cultura el que pone el cuerpo, mostrándonos a través de su sexualidad una faceta más de su personalidad. Si se dan esas condiciones, la escena, por brutal o desagradable que sea, estará bien lograda. Para conseguirlo, el autor debe despojarse de su propia manera de ejercer la sexualidad, ponerse en la piel del personaje y desde ahí sentir lo que sentiría él o ella, y después describirlo de la mejor manera posible, para que suene creíble. Y no es fácil. Y Cristina Loza lo consigue.
Confieso que mi clítoris corrector funciona muy bien con las obras ajenas, en las que permite todo, pero cuando se trata de mis escritos, la cosa cambia: nada de escenas de sexo explícito, de esas con todas las letras; prefiero sugerir con cierta sutileza, con metáforas, con imágenes, y que el lector imagine el resto. En realidad, me ocupo más de lo que pasa por dentro del personaje, de sus emociones ante una caricia, un beso, que de las sensaciones físicas; si alguna vez se me aparece en mis novelas un violador, o un sádico, alguien que me obligue a ocuparme más de lo que pasa con su cuerpo, de lo que hace con su cuerpo, veremos cómo me las arreglo...

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viernes, 4 de enero de 2008

Adagio sostenutto


El tiempo es un misterio insondable para mí. Nunca sé dónde está, ni dónde empieza ni cómo se termina.

Tengo la sensación de haber nacido con un hueco en el alma por el que se me escurren los minutos, las horas... y no puedo encontrarlo. Busco, insisto, doy vuelta los bolsillos, reviso las costuras, pero nada, el agujero no aparece. Y me cuesta vivir con esa sensación de que algo se me escapa vaya a saber por dónde. Creo que estoy haciendo muchas cosas y de repente nada, mi trabajo se esfuma dejando alrededor el mismo caos de objetos sin destino y tareas inconclusas. Algunas veces, cuando tomo conciencia de lo que está pasando, consigo detener por un momento mi marcha delirante por la casa, mi trajín afiebrado e inútil. Porque en definitiva hago muy poco, voy y vengo hasta que me duelen los pies y llego hasta el absurdo de ver televisión parada. Como si caminando todo el día fueran a desaparecer las telarañas, la tierra, el desorden...


A veces, decía, me detengo un momento. Y mis ojos se clavan (no se posan; posarse es algo suave, dulce; no, mi mirada está llena de puñales) y mis ojos se clavan en un punto, o en uno de los tantos objetos incongruentes o queridos que andan desparramados por la casa como parias. Puede ser en las fotos de mi hija, en un libro, en una de mis plantas, en una zapatilla que no alcanzó a esconderse debajo de la cama, en el piano... ¡el piano!


¡Qué hermoso que era el piano! Me lo trajeron los reyes cuando tenía diez años. Recuerdo que yo había pedido otro regalo y ni loca soñaba con un piano. Pero papá soñaba por los dos, así que cuando desperté y enfilé por el pasillo rumbo al living... ahí estaba, soberbio, negro, enorme, magnífico, brillante... sobre todo magnífico y enorme. Si hubiera sido marrón o caoba no me habría parecido tan enorme. Pero era negro, duramente negro, con un recuadro de hojas y rosas tallado en el frente ¡y las marcas de dos candelabros! Majestuoso. Papá no regalaba cosas intrascendentes; su obsequio era siempre el más grande, el más caro. Y éste era un señor piano; era un piano de estirpe, con linaje, con cuatro apellidos.

Tenía (tiene) las teclas de marfil auténtico, amarillas y gastadas. Con los años de estudio terminé por saberme de memoria cada pequeña imperfección de esas teclas como si fueran parte de la piel de mis dedos.


A pesar del fastidio por los largos y aburridos ejercicios de técnica, las odiadas escalas y las octavas staccatto que me hacían doler las muñecas, había como una magia entre los dos. Tal es así que nunca me gustó que me escuchen tocar; yo no tocaba el piano para nadie, tocaba para mí. Como quien reza solo, cuando nadie lo ve más que su Dios, así es como sentía yo la música. Era un rito, el piano, yo, los libros con olor a viejo, y la música, imperfecta y pagana pero mía. Había una comunión muy especial entre mi esfuerzo y su respuesta. Si me dolían las manos y se me resentían los antebrazos, él me premiaba finalmente con un acorde más preciso, un arpegio más claro o un trino más nítido. Como corresponde. A uno le enseñan desde chico que nada se consigue sin trabajo, sin dolor, sin sacrificio. Nada bueno, se entiende. Y la música era la gran confirmación de esa verdad. Cuando más estudiaba más puro era el sonido, más límpido y más grato a mis oídos.


A los dieciséis años uno no sabe nada de la vida. Y yo hacía el amor con la música, mis dedos hacían el amor con las teclas del piano; mis manos esqueléticas iban, venían, saltaban, volaban y danzaban, libres sobre el marfil amarillo y gastado. A veces me quedaba mirándolo, y después le acariciaba las rosas talladas del frente con los ojos cerrados. Dulcemente, para no despertarlo. Con la misma ternura que si fuera un amante dormido. Y era una ceremonia, el piano, yo, la música, y ese olor especial de la madera vieja (como de naftalina, humedad y alcanfor, todo mezclado) que parecía salir de entre las teclas.


Ahora, a los treinta y tantos, sé muchas cosas de la vida. Muchas. Algunas no me gustan. Y cambiaron, también, algunas otras. El tiempo, sobre todo. Ahora corre como un caballo loco, huye de mí como un animal espantado, como el viento... No tengo tiempo para nada, ahora. Ni para pensar, ni para sentir, ni para creer, ni para crear, ni para crecer. Ni para esperar. Me paso el día corriendo detrás de cada cosa impostergable que debo hacer ya, hoy mismo, como si por no hacerla fuera a morirse el mundo. Hasta en sueños camino, corro, llevo, voy y vengo, y cuando me despierto me duelen los pies.


Y ahí está el piano. Viejo, desvencijado, con su olor a madera enmohecida, triste, opaco y algo desafinado. Mis dedos, que lo amaban, sólo pueden buscarlo torpemente. Intento una de aquellas melodías y me trabo, fallo todas las notas y no mantengo el ritmo. Es como querer hacer el amor con alguien después de mucho tiempo sin tocarlo, sin sentirle la piel. Uno no sabe cómo ni por donde empezar. Hasta que, lentamente, las manos recuperan su memoria y van probando, vacilan, se demoran, se animan, se aflojan...


Mis dedos están torpes, mis ojos ya no leen las notas al instante, y mi mente y mis manos no coordinan. Pero qué ganas tengo de sentirme como antes, cuando hacía el amor con la música, sólo con la música...



Este es un texto viejo, lo escribí en una época de mi vida en que sentía que el mundo me iba a caer encima y que no sería capaz de sostenerlo sobre mi espalda. Pero pude. Superé la tristeza, la soledad, la falta de autoestima, la angustia de no saber qué comería al día siguiente, cómo pagaría mis cuentas, de qué podría trabajar. Y en el camino, crecí. Y escribí un libro de humor, y me lo editaron. Y empecé a quererme, y a darme permiso para ser yo misma sin sentirme obligada a ser la mejor. Y seguí escribiendo como pude, hasta tener una novela terminada. Y empecé a tomarme la vida con calma, tratando de aceptar lo que, como dice Julio, "está en la naturaleza de las cosas", donde hay de todo: desamor, injusticia, ingratitud, pero también nobleza, generosidad, amor y reconocimiento.

Hoy puedo mirar atrás con el corazón en paz, sabiendo que si me equivoqué, si amé de más o amé de menos, fue porque no estaba en mi naturaleza el poder hacerlo, en ese momento, de otra manera.

Hoy miro el piano, el que me trajeron los reyes hace casi cuarenta años, y me doy cuenta de que puedo recordarte, papá, con la emoción que no me permití sentir cuando te perdí. Miro mis muebles, del más puro estilo rejunte, el caos de papeles, libros y carpetas que entre Carla y yo acumulamos por todas partes, las cortinas de esterilla que dejan entrar el paisaje y el sol apenas tamizados, escucho los ronquidos de Preta,una de mis perras, que duerme plácidamente a mis pies, bajo el escritorio, pienso en los que quiero... y amo mi pequeño mundo, ese que me alcanza para ser feliz.