sábado, 18 de abril de 2009

¡Vivan los novios!

Hace unos días se casó Laura, la hija mayor de Elsa, una de mis amigas del alma. Laura y Mariano viven en Comodoro Rivadavia pero se casaban por iglesia acá en Río Ceballos, así que los preparativos de la boda se hicieron por teléfono. Mi amiga se pasó un mes de aquí para allá ocupándose de hablar con el cura, el florista, la peluquera, la maquilladora y los invitados, porque también le tocó repartir las tarjetas y confirmar quiénes irían a la fiesta. Y por si fuera poco, hizo una torta de tres pisos y más de cien sombreros de gomaespuma, el cotillón para el baile.
Con los sombreros la ayudamos Nelly y yo, que me sumé cuando ellas dos ya habían hecho unos cuantos. Durante varias noches dimos rienda suelta a nuestra creatividad pegando lentejuelas y plumas en capelinas, galeras, casquetes y vinchas imponentes, elegantes o estrafalarios, porque a medida que nos desvelábamos se nos potenciaba el delirio y los retazos de gomaespuma se convertían en flecos, moños, flores y firuletes varios que se iban sumando a las lentejuelas y plumas, en un derroche de formas y colores.
Chisme va, mate viene, la colección fue creciendo y con ella nuestras carcajadas al probarnos los que íbamos terminando, mirarnos en el espejo y descubrir que el casquete con largas púas enhiestas le quedaría bien a más de uno/a, el bonete de bruja sería especial para fulanita o la punta de uno de mis modelos se parecía... ¡al pito de un gallo!, según la Nelly, que no tardaba en encontrarle formas fálicas, evidentes o encubiertas, a casi todos los sombreros. No voy a entrar en consideraciones psicoanalíticas porque el tema no es mi fuerte; sólo diré en mi descargo que jamás le he visto el pito a un gallo, y por lo tanto, la semejanza, si de verdad la hubo, no fue adrede.
Por fin llegó el gran día. La madre de la novia venía de dormir tres horas por noche, entre la torta, los sombreros y demás, y nosotras dos por ahí andábamos: yo estaba terminando de corregir una novela, y entre medio había tenido que hacerle un vestido a mi hija, tarea que supone coser y descoser unas cuantas veces hasta darle con el gusto. Así que teníamos que conseguir que esas tres matronas de entrecasa que se probaban sombreros y se hacían pis de la risa se convirtieran en tres damas glamorosas, con las uñas pintadas y sus mejores galas encima. No teníamos mucho tiempo para conseguir semejante milagro, porque a las seis de la tarde había que estar en la iglesia. Pleno día, mucha luz y ninguna manera de ocultar arrugas ni ojeras.


Pero como si hubiésemos sido Flora, Fauna y Serenela, las tres hadas madrinas de Disney, lo conseguimos. Ahí estábamos la Elsita, la Nelly y la que suscribe corcoveando sobre los tacos altos (hace como diez años que no uso tacos), radiantes y dispuestas a resistir en pie hasta las cinco de la mañana, hora en que calculábamos terminaría el festejo. Ahí estábamos, unidas por la emoción de ver casarse a una hija (todavía nos quedan... ¡cinco!) y de haber puesto nuestras manos al servicio del amor, de la alegría, y de la esperanza que significa hoy que alguien se case.
No quiero terminar esta reseña sin referirme a las palabras del padre Diego, que con una voz que retumbaba en toda la iglesia le dijo al novio, entre otras cosas, que a partir de ese momento su billetera ya no le pertenecía: era de su esposa, todo lo de él, a partir de ahora, sería de ella, su tiempo, su dinero... y por supuesto, su amor, porque de ahora en más sólo debía tener ojos para ella, y realizarse como varón, como esposo, como padre, sólo con ella y para siempre. Preferiría no describir las miradas de reojo que se cruzaban los invitados varones a mis espaldas mientras se aflojaban los nudos de las corbatas y ponían cara de “yo no fui”. El padre Diego, en tanto, seguía pegando fuerte:
—¡Y no creas que la ayudás cuando laves platos, cambies pañales o cocines! —tronaba. —¡No! ¡No la estás ayudando! ¡Estás haciendo lo que debés, porque eso es tarea de los dos!
¡Grande, padrecito!, pensábamos a coro las mujeres mientras el novio, arrobado y emocionado, parecía no escuchar su condena a perpetuidad.
Habló tan lindo, el padre Diego, que me dieron ganas de casarme, sobre todo si lograra encontrar un señor de mi edad en buen estado, con toda la dentadura, no demasiado excedido de peso, con una billetera generosa y que aceptara vivir en casas separadas, o al menos dormir en cuartos separados.
Lo que vino después fue lo que Mariano y Laura se merecían: una verdadera fiesta, en la que todos nos divertimos con auténtico espíritu de juerga y ganas de pasarla bien. Los tacos altos duraron lo que el vals, porque casi todas terminamos bailando descalzas. El champán, los daiquiris y "los ferneses", que parecían no acabarse nunca, sólo dieron lugar a situaciones jocosas, potenciaron alguna que otra nostalgia y aumentaron la resistencia de los que bailaban. Pero contrariamente a lo que suele ocurrir hasta en las mejores familias, nada empañó la alegría, no hubo que lamentar heridos y contusos, y hasta donde yo sé, nadie se propasó con nadie.
Y nuestros sombreros causaron sensación; chicos y grandes, todos se llevaron el suyo intacto porque no se despegó ni una lentejuela.
Es que las tres hadas madrinas de la calle Buenos Aires somos muy habilidosas: sabemos coser, sabemos bordar... y cuando nos juntamos a hacer sombreros, sabemos abrir la puerta del corazón para ir a jugar.

sábado, 11 de abril de 2009

Corín Tellado y mis amores de novela

Siempre me gustó leer, desde chiquita. Empecé con la colección Robin Hood, a los trece ya lo había descubierto a Sábato, y entre los catorce y los dieciocho devoré todo lo que cayó en mis manos, desde Dickens, Víctor Hugo, las Brontë, Roberto Arlt y Dostoievsky hasta las novelas de Harold Robbins, esas que mi papá escondía en el estante más alto del placard.

Y entre todo eso la leí a ella, Corín Tellado, la autora de cientos de novelitas rosas que hicieron suspirar a millones de mujeres en todo el planeta, y que se acaba de morir sin haberme pedido perdón por los daños ocasionados a mi persona. libros corin tellado

Ella tiene la culpa de que todavía espere un príncipe azul parecido a Liam Hamilton, uno de sus personajes: rudo pero delicado, apasionado pero caballero, de pocas palabras pero con una mirada que habla por él, capaz de renunciar a mí pero todavía más capaz de darse cuenta del momento preciso en que le daré el sí, capaz de besarme apasionadamente hasta dejarme sin aire aunque yo me niegue, y sobre todo, millonario, pero de esos millonarios que no le deben nada a nadie porque hicieron fortuna con sus propias manos.

Ella tiene la culpa de que a los catorce me haya enamorado de un amigo de mi papá, casado y con dos hijitas, y de que soñara que se quedaba viudo y me elegía a mí para terminar de criar las nenas y consolarse de la irreparable pérdida.

Ella tiene la culpa de que mi vida amorosa haya sido una tragicomedia en la que sospeché demasiado, lloré demasiado, revisé demasiados bolsillos, escuché demasiadas mentiras y cumplí con todas y cada una de las premisas de una “pasión arrolladora”, a la que conseguí sobrevivir de milagro.

Ella tiene la culpa de las decenas de cartas que escribí pero no me animé a mandar, en las que le decía a mi amado que lo nuestro no podía seguir así y le daba todas las razones por las que ya no podíamos estar juntos, haciéndole saber también que a pesar de todo lo seguía amando y lo amaría toda mi vida. Misivas que, de haberlas recibido el susodicho, nos hubieran ahorrado a ambos unos cuantos malentendidos y amarguras.

Ella tiene la culpa de que haya preferido, hasta no hace mucho, el llanto a la risa, porque llorar era más romántico que reírse.

Ella tiene la culpa de que probablemente se me hayan pasado por alto unos cuantos hombres reales, convencida como estaba de tener al lado al hombre ideal... salvo por un detalle: él no tenía el más mínimo interés en ser el hombre ideal de nadie.

Ella tiene la culpa de que todavía sueñe con mirar la luna mientras me susurran al oído que me aman. Sueño que, gracias a la hipoacusia que avanza lento pero seguro, a estas alturas es inútil, porque no entendería lo que me dicen.

Ella, y nadie más que ella, tiene la culpa de que a veces me cueste resignarme a que tengo un corazón adolescente dentro de un cuerpo que envejece, y ya no podré correr al encuentro de un enamorado porque lo más probable es que tropiece con un escalón que no vi, me quiebre unos cuantos huesos y termine en la guardia de un hospital.

Pero no importa; si volviera a nacer, la leería igual. Las chicas de mi edad seguro que me entienden.

martes, 7 de abril de 2009

Con la democracia se cura, se come, se educa...

Hace más de un mes que no escribo nada. Mea culpa. El tiempo es tirano, y estuve ocupada en actividades tan diversas como corregir una novela, renegar con el albañil que hizo unos arreglos en casa, coser un vestido de fiesta para mi hija, ayudarle a una amiga a preparar el cotillón para la boda de su hija, y las actividades domésticas y compromisos familiares de cada día.
¿Por dónde empiezo? Por lo más reciente; por el adiós a un hombre que marcó un hito en la historia del país, y en la de quienes lo admiraron o quisieron.

Se nos murió Raúl Alfonsín. Pero cómo, si parece que fue ayer que nos movilizó con su pasión, que nos insufló todas las ilusiones y esperanzas juntas y una más, que consiguió un triunfo impecable ante un peronismo que no tenía nada que ofrecer. Si parece que fue ayer que fui a votar con mi hija en brazos y con mi hermana, que igual que yo, votaba por primera vez.

Si parece que fue ayer cuando lo voté, con una emoción, una alegría y una convicción tan absolutas como no volví a sentir en ninguna otra elección. Si parece que fue ayer...

Pero no fue ayer. Pasaron veintiséis años, mi hija es una mujer, yo estoy al borde de los cincuenta, él envejeció con la dignidad de un verdadero patriarca, canas al natural incluidas, se enfermó, la enfermedad se lo llevó, y mientras tanto todos, él y nosotros, fuimos pariendo como pudimos, o como nos dejaron, esta democracia que tenemos hoy, con sus virtudes y sus defectos, pero democracia al fin.

Pasaron veintiséis años y mucha, muchísima agua bajo muchos puentes, pero no la necesaria, todavía, para que la historia lo ubique en el lugar que se merece. Su muerte aceleró un poco el reconocimiento de sus méritos, y con los homenajes póstumos salieron a la luz anécdotas y semblanzas de un hombre íntegro, coherente con sus principios como sólo puede serlo alguien que de verdad tiene principios.

Y no es para menos. Frente a la doble faz de tantos políticos y gobernantes que hoy hablan de honestidad, patriotismo y compromiso pero que no podrían demostrar el origen de sus fortunas personales, Alfonsín se erige como un ejemplo incuestionable de esa ética que tantos cacarean pero pocos practican. Frente al autoritarismo, el oportunismo y la soberbia del matrimonio presidencial, el espíritu democrático de Alfonsín contrasta demasiado, y ni qué hablar si comparamos su sencillez con las veleidades de prima donna de Menem (que viajaba con su peluquero y con la modista de su hija, devenida en primera dama), o las de Cristina (que seguramente gasta en carteras, zapatos, cosméticos y ropa bastante más que las mujeres de los sojeros “golpistas” a los que tanto defenestra).

Como millones de argentinos, lloré al volver a ver las imágenes de su asunción y revivir las idas y venidas de su gobierno, sus errores, sus aciertos.

Y en ese llanto se mezclaron la nostalgia por todo lo que representó hace veintiséis años, por lo que pudo ser y las circunstancias (y tal vez una oposición que no estuvo a la altura de esas circunstancias) no le permitieron ser, y una preocupación bastante impaciente por lo que quiero para mi país y todavía no llega: una democracia basada en el respeto, en la que todos juntos, más allá de nuestras diferencias, tiremos para el mismo lado.

Hace veintiséis años, Alfonsín me hizo creer que eso era posible. El sueño de esa gran democracia con la que “se cura, se come y se educa” está intacto, pero hoy sé que no depende ni de un líder, ni del carisma o la dadivosidad de nadie; ese sueño depende de nosotros, de que cada uno ponga lo que tiene que poner, esté donde esté, piense como piense, y de que aprendamos a exigirle a nuestros gobernantes (y legisladores) que honren sus cargos y su palabra, que sean dignos, que no mientan, que no sean oportunistas, que rindan cuenta de sus actos, que gobiernen para todos y escuchando a todos, que sean austeros, que sean decentes.

Porque la democracia no es una concesión que nos hace el ganador de turno, ni un derecho adquirido, ni una palabra bonita con la que arengar a las multitudes, ni un concepto abstracto que toma la forma que más nos conviene. La democracia es un estilo de vida, una manera de ser Nación y Pueblo, de pensarnos como sociedad y como país, y no puede imponerse por decreto: tiene que surgir de abajo hacia arriba, como una vertiente, porque hasta que no sea así no entenderemos que es nuestra responsabilidad, que tenemos que construirla día tras día entre todos, para todos, con todos.

Gracias a la ocurrencia de nuestra presidenta de adelantar las elecciones legislativas, el mundillo político argentino está más hiperactivo que hormiguero antes de la lluvia: que un intento de alianza por acá, que una ruptura por allá, que fulano quiere pero no lo dejan, que mengano quiere ir primero, que zutano se bajaría porque no da en las encuestas, y si seguimos así, corremos el riesgo de que cada partido vuelva a ir dividido en dos o tres fracciones, con lo que la confusión de los votantes será beneficiosa para algunos y catastrófica para otros. Y como a río revuelto ganancia de pescadores, hasta puede que el gobierno consiga conservar su mayoría en el Congreso. A la crisis internacional, que debería tener a legisladores y gobernantes trabajando a full para hacerle frente, se suma nuestra propia, y a estas alturas endémica, crisis política: nuestros partidos tradicionales, faltos de autocrítica y de capacidad de reacción pero eso sí, saturados de aspirantes vitalicios a cuanto cargo pueda existir, no encuentran la manera de juntar sus rebaños detrás de un solo líder, y en el intento pierden un tiempo precioso que deberían dedicar a ocuparse del país.

Lo de la atomización de los partidos tradicionales es un incordio porque también atomiza el voto, lo desparrama entre un montón de candidatos a los que muchos votan por error gracias a nuestro sistema tramposo de sumatorias y sublemas electorales. Pero en el fondo no es malo, porque significa que cada vez somos más los que no estamos dispuestos a dejarnos llevar por la nariz ni a encolumnarnos ciegamente detrás de nadie, por más carisma que tenga. Tal vez deba ser así; tal vez nuestra democracia, para crecer sana y fuerte, necesite que mueran viejas fuerzas políticas y que nazcan otras. Tal vez el peronismo, si quiere sobrevivir, tenga que abandonar para siempre la marchita, dejarse de cantar aquello de “combatiendo al capital”, reconocer que el capital es necesario para generar trabajo, y olvidarse del clientelismo, del matonismo, del verticalismo, y de tantos ismos como cobijó a lo largo de su historia. Tal vez el radicalismo tenga que declamar menos y escuchar más a la gente, sobre todo a su gente; el fenómeno de los radicales “K” debería ser estudiado en profundidad dentro del partido para ver por qué se originó, dónde está el agujero por el que se les escaparon dirigentes que, como Julio Cobos, el vice, tienen hoy mejor imagen que los candidatos radicales puros. Tal vez los partidos nuevos, que en su mayoría no son más que gajos de las fuerzas políticas tradicionales, consigan generar una nueva dirigencia, más osada, más comprometida con el presente y el futuro que con el pasado.

Tal vez. Cuando mayor es la crisis, más posibilidades hay de que se produzcan cambios de fondo y eso siempre es positivo. Mientras tanto, aguantemos el chubasco, escuchemos propuestas, informémonos sobre los candidatos y sus antecedentes, tratemos de no votar por descarte o condicionados por el miedo, y esperemos que aquella utopía de Alfonsín de una democracia con la que “se cura, se come y se educa” se pueda convertir, en un futuro no muy lejano, en una realidad que todos valoremos y disfrutemos.