martes, 31 de agosto de 2010

Tips para compartir la casa con su ex


(de Manual de instrucciones para Recién Separadas)

Hay de todo en las viñas del señor, hasta separados que viven juntos.
Puede ser porque la casa es tan valiosa que ninguno de los dos se quiere ir, o porque el hombre no gana lo suficiente como para alquilarse una casa, mantenerse y pagar la cuota alimentaria. O porque se han acostumbrado a molestarse mutuamente y no conocen otra forma de relacionarse. O porque son co-dependientes...
Cualquiera sea la causa, lo cierto es que conviven y lo que es peor, a veces hasta duermen en la misma cama. Y no es sencillo; es una convivencia que requiere diez toneladas de flema inglesa, el pragmatismo amoroso de los holandeses, un master en PNL y una licenciatura en filosofía Zen.
Pero como somos gente común y corriente y no tenemos nada de eso, aquí van unos consejitos por si alguna vez le toca; con las crisis mundiales y su efecto en el bolsillo, nunca se sabe...

1) Si la casa es grande, podrán tener cuartos separados. Para las zonas de uso compartido (cocina, baño) haga de cuenta que está en un hostel y pacte con su ex los horarios de uso, aunque lo ideal sería convertir la casa en dos viviendas independientes. Esta opción es comodísima: los chicos, para estar con su papá, sólo tienen que salir por una puerta y entrar por otra. Y todos felices, o casi.

2) Si no tiene más remedio que compartir el dormitorio, cambie la cama grande por dos de una plaza. Para mayor intimidad, puede separarlas con un biombo o una cortina, como en los hospitales.

2) Sería bueno aclararle a su ex que no es un huésped, ni usted su sirvienta, y que deberá lavar cada plato que ensucie, secar el baño, tenderse su cama, lavarse la ropa y planchársela. Y cocinar día por medio.

3) Opciones a la hora de dormir para no compartir la habitación. La clásica: usted en la cama, él en el sofá del living. Si no hay sofá, habrá que armarle un catre. Si no hay espacio para el catre, puede agregar una cucheta en el cuarto de los chicos. Si no hay lugar para cuchetas, a dormir a la bañera. Si no hay bañera, ármele una cama dentro del placard, debajo de la mesa o en cualquier lugar donde no estorbe el paso.

4) Si él insiste en compartir la cama grande, puede irse usted. Dormirá incómoda, pero tranquila.

Si ninguno de los dos quiere renunciar a la cama grande, pruebe alguno de estos trucos para mantenerlo lejos:

1) Consígase un almohadón cilíndrico bien largo, de esos que se usan como respaldo de sofá, sáquele un poco de relleno, métale a presión unas cuantas piedras y póngalo entre usted y él.

2) Cómprese un rottweiler ya crecidito y hágalo dormir en el medio de la cama.

3) Saque de la biblioteca todas las enciclopedias y diccionarios que tenga, y divida la cama en dos con una sólida barricada de libros.

4) Hay otra opción, pero es medio asquerosa: no se bañe, no se lave los dientes, no cambie las sábanas, coma guisos todas las noches y tírese sin ningún pudor gases nauseabundos hasta que él, obligado por el hedor, decida abandonar la cama y se vaya a dormir a otra parte. El fin justifica los medios...

jueves, 19 de agosto de 2010

Abrazos

Acabo de llegar a casa. Vengo de trabajar en la biblioteca, son las 13:20 del mediodía y tendría que ponerme a cocinar y limpiar, como siempre.
Pero hoy tengo ganas de escribir, ya, ahora. Así que voy a engañar al estómago con una manzana y después veremos. Los pisos tendrán que esperar, también, y el lavarropas, y todo lo impostergable que termina matando mi inspiración porque cuando por fin puedo sentarme frente a la computadora, las ideas ya no están.
Lo que me despertó las ganas, la ansiedad, la necesidad de escribir, fue algo intrascendente, según cómo se lo mire. Hace un rato, cuando venía subiendo por la calle que pasa frente al colegio de las monjas, vi a un papá despedirse de su hijo en la vereda. El nene no tenía más de seis años, y el papá lo abrazó largo y con fuerza, palmeándole suavemente la espalda. Fue una escena muy tierna, de esas que no se ven todos los días y que me gustaría poder conservar en una foto.
La cara del papá tenía una expresión reconcentrada, profunda, que conmovió a todas mis Gracielas.
La Gra escritora imaginó historias. El nene se estaba recuperando de una larga enfermedad y su papá lo había abrazado así al recordar el miedo de perderlo. El papá se iba de viaje, y el abrazo era su despedida. El papá no vivía con él porque estaba separado de la mamá, y extrañaba mucho a su hijo. El papá estaba enfermo, se iba a morir, y le quería dejar a su hijito un legado de amor y de abrazos que le durara toda la vida. El papá...
La Gra mujer y madre siguió caminando con los ojos llenos de lágrimas ante semejante demostración de ternura masculina. ¡Eso es un hombre, eso es un padre! Tuve que contenerme para no decírselo, para no felicitarlo por el recuerdo imborrable que le quedaría a su hijo. Porque los abrazos no se olvidan, y son uno de los mejores regalos que les podemos hacer a los seres queridos.
La Gra “sicóloga que no fue” porque se acobardó en las primeras materias (algún día les contaré), pero que todavía me rasca las neuronas de vez en cuando, y la Gra ciudadana responsable, se quedaron pensando en lo bien que andaría el mundo si todos los padres demostraran físicamente su amor más seguido. Y si lo hicieran de corazón y tomándose su tiempo, y no como un acto reflejo, automático.
Ya iba llegando a casa cuando la Gra escritora me sacudió de un brazo y gritó: ¡Quiero escribir! Quiero escribir sobre las cosas como ésta, sobre lo que me emociona todos los días, o me hace pensar. ¡Quiero escribir! Quiero escribir...
Así que acá estoy, escribiendo. Con hambre porque todavía no cociné, con la puerta abierta para que entren el sol y el aire, con los pelos de mis perras metiéndose debajo de los muebles porque todavía no pasé la aspiradora y la corriente de aire los lleva y los trae. Acá estoy, escribiendo en lugar de llamarla por teléfono a mi mamá para ver cómo está, y sin haber puesto el lavarropas en marcha.
Siempre fantaseo con irme a vivir a la punta de una montaña, sin teléfono, sin televisor y lejos de todo y de todos, para poder escribir tranquila. Pero sé que no sería la solución, porque me perdería la vida que me rodea, la vida del mundo, las vidas ajenas, los rostros, las palabras, ese gran teatro de pasiones y emociones de las que se nutre el escritor.
Me perdería ver abrazos como el que vi hoy, que hizo que el cansancio, las dudas, la vocación, la lucha, tengan sentido. Si hubiera pasado por ahí un minuto antes, o uno después, tal vez hubiera visto en su lugar la despedida indiferente de una madre que parecía feliz de sacarse de encima a su hijo. Pero vi ese abrazo, y mi día se iluminó. Y mi corazón se llenó de entusiasmo, y me dieron más ganas de quedarme acá, entre la gente.

(Ilustración: Fotografía de cubierta de Padres e hijos (Ediciones El Cobre), titulada El marido de la fotógrafa y su hijo, de Eveleen Myers.)

lunes, 16 de agosto de 2010

Libros eran los de antes

Ya lo había notado hace mucho, pero desde que trabajo en la biblioteca lo confirmo todos los días: muchos de los libros que se editan actualmente se deshojan como margarita de enamorado con la segunda lectura... y a veces, con la primera.
Bueno, lo de actualmente es un decir. Digamos que a partir de la década del 70, las ediciones empezaron a perder calidad. Recuerdo varios best seller de aquellos tiempos que pasaron por mis manos; cuando los quise releer, las páginas se iban despegando una tras otra y tenía que hacer malabarismos para que se mantuvieran en su lugar. Y no los habían hecho en imprentas de barrio: eran de grandes editoriales. Igual que ahora. Si yo tuviera una editorial me daría vergüenza vender libros descartables, por más ediciones de bolsillo que fueran.
El viernes ingresé en el inventario de la biblioteca un libro editado en 1886. Hace 114 años. Estaba impecable: hojas claras y sin manchas, tapas duras con relieves dorados, letra de trazo fino, muy legible, y la encuadernación cosida era un lujo. ¿Cómo puede ser que hoy, cuando se supone que los avances tecnológicos nos permiten hacer las cosas mejor que antes, las editoriales nos vendan porquerías, libros que no se pueden prestar en una biblioteca pública porque literalmente se desarman?
Tengo en casa, y hay a montones en la biblioteca, libros de ediciones económicas de los años 40, ó 50 que, aunque tienen las páginas amarillas y la letra muy chica, no han perdido una sola hoja porque las tienen firmemente cosidas. Llegará el día en que ya no se los pueda leer, pero morirán enteros. En ese formato de tapas frágiles y papel ordinario se editaron los mejores títulos de la literatura universal, poniéndolos al alcance de los bolsillos más humildes.
¡Con cuanto orgullo esas editoriales ofrecían una edición semanal, apenas por unos centavos! Hoy, en cambio, los libros están cada vez más caros, y bajo la pretenciosa calidad de sus tapas a todo color se esconde un producto que en menos que canta un gallo irá a parar a la basura porque estará tan deteriorado que no valdrá la pena conservarlo, y que no tendrá arreglo.
Triste final, sobre todo para un libro. Y pobres de nosotros los autores, porque salvo que consigamos ser famosos como Borges y que se nos siga reeditando, nos perderemos en el olvido más absoluto sin que nadie tenga la posibilidad de descubrirnos, dentro de diez años, o de veinte, o de cien, en algún estante olvidado.