viernes, 28 de diciembre de 2007

Reencuentros

Dios nos cría y la vida nos amontona… o nos desparrama. Cuando terminamos el secundario tenemos apenas diecisiete, dieciocho años, de los que hemos pasado casi la tercera parte, o más, con los mismos compañeros, y tenemos la firme convicción de que seguiremos siendo amigos “para siempre”, tan fuerte es el lazo que nos une a ellos.
Pasa el tiempo, y de repente vemos que con algunos sí lo somos y con otros no, que hay gente a la que le gusta volver a encontrarse y a otra que no, que a unos nos tira la nostalgia y a otros no tanto. Entonces nos juntamos cada cinco, diez años, para volver a mirarnos en el espejo de lo que ya no somos pero en el fondo seguimos siendo, y cuando estamos juntos se produce la magia y surge la chispa en la mirada, el gesto con el que estamos fijos en algún lugar recóndito de la memoria de los otros, y nos sentimos otra vez nosotros, así en plural, nosotros, los que fuimos.
Confieso ser del bando de los nostálgicos; no porque no asuma el presente, no, sino porque los afectos del pasado siguen latiendo en mi corazón y no quiero que dejen de estar ahí. Ayer estuve tomando mate toda la tarde con Sara, con la que somos amigas desde los doce años, y con Miriam, otra ex compañera de secundario que vive en Rosario y a la que no veía desde nuestro egreso, hace treinta años. Cinco años juntas, treinta sin vernos. Toda una vida. Y sin embargo ahí estábamos, como si nos hubiéramos visto ayer, contándonos todo lo que no sabíamos unas de las otras: trabajo, hijos, maridos, preocupaciones, sueños...
Parece mentira que el corazón tenga tan buena memoria, que sea tan sabio, que sepa por instinto dónde y con quiénes estamos “en casa”, en ese espacio atemporal en el que podemos ser nosotros mismos en nuestra dimensión total: los que fuimos, los que somos. Y en el que no importan los kilos, las canas ni las arrugas: la esencia no muere; salvo que la dejemos morir, no muere.
Este mes viene de reencuentros; hace unas semanas, gracias al blog apareció Mirta, hermana de otra ex compañera que también se llama Miriam. Y para completarla, en el acto de fin de año de mi antiguo colegio se hizo un homenaje a los que cumplían veinticinco años de egresados y volví a ver mis ex profesoras de inglés, matemática, contabilidad, geografía económica, derecho y literatura. Fue demasiado; ahí estaban, tan lindas, tan plenas, felices de reencontrarse con sus ex alumnos de hace veinticinco, treinta años, hoy tan adultos como ellas, casi de la misma generación…
Miriam Argiró, mi amada profe de literatura, dijo el discurso en nombre de sus compañeras. Cerré los ojos y la vi al frente del curso, casi recién recibida: su voz, cuando consiguió vencer la emoción, era la misma con que se apasionaba hablándonos de Borges, de Rulfo, con el entusiasmo del que ama lo que hace. “La Cortéz” tenía los mismos ojitos dulces de entonces, el mismo pelo finito, que por primera vez acaricié con ternura; “La Vanelli” estaba distinta, no tenía el pelo larguísimo que era su sello distintivo y eso me desconcertó; Miriam Zhorn (perdón si el apellido no está bien escrito, profe) seguía tan distinguida, bella y rubia como cuando me entregó el diploma; “La Minetti”, que debutó con nuestro quinto año y que nos hacía acordar a Liza Minelli, parecía detenida en el tiempo, de tan igual. Y “La Julita” Torres Argüello... ay, la saludé moqueando: es la mayor de todas, yo la recordaba, tal vez por el tamaño de su calidad como profesora, grande, imponente... y está chiquita, frágil, pero con la memoria filosa y la lengua pronta de hace ¡mi Dios! treinta años.
Y yo... que puedo decir, soy la misma llorona pavota de entonces, con el alma en carne viva y llena de parches pero con las mismas ganas de abrir el corazón y entregarme al reencuentro con los que amé, con los que siguen viviendo en mí.

martes, 25 de diciembre de 2007

Espítiru navideño

Se supone que uno, para estas fechas, debería estar imbuido del espíritu navideño. Y lo está, en realidad; hasta los que prefieren hacer de cuenta de que no existen están influenciados por ellas, porque si no fuera así no renegarían tanto, las ignorarían y listo.
A mí todos los años me pasa lo mismo. Mientras estoy comprando los regalos me prometo que para el año siguiente será distinto, que los compraré con tiempo y los elegiré con cuidado, que si compro uno por mes puedo gastar un poco más en cada uno, que no me dejaré llevar por la fiebre consumista de último momento… pero llega diciembre y ahí estoy, inmersa en la marea humana sudorosa y angurrienta (nunca un shopping, la GRA…) que recorre negocios, busca precios para estirar los pocos $ que tiene, protesta porque todo está muy caro y sale el 24 a las nueve de la noche a comprar un saché de mayonesa porque no le alcanzó para el bittel toné. Ni hablar si, ya sobre la hora, alguien llama por teléfono justo cuando está desmenuzando el atún y cuando vuelve a la cocina se encuentra con que se lo comió el gato, y no tiene una lata de repuesto.
¿Cómo sería mi navidad si fuera una persona organizada? Si no me atacara esa inquietud, ese hormigueo nostálgico de lo que fue, de las navidades de mi infancia, que me lleva a salir a buscar un regalito para cada uno, lo que pueda, lo que el bolsillo me permita. Si no entrara y saliera de los negocios carcomida por la duda: ¿Y si compro bombachas rosa para todas las mujeres? ¿Qué le regalo a la María, un gato para su colección de gatos de adorno, un CD o un libro? ¿Qué le regalo a la Elsa, una azucarera, que le hace falta, o un mantelito navideño, que sé que le encantaría? Y así con todos, mi cerebro pugnando entre lo utilitario, lo divertido, lo original y lo que me permite mi economía.
Y ni qué hablar de la comida. Porque uno quiere comerse todo: el lechón con rusa, el matambre arrollado, los tomates rellenos, el pionono de palmitos, el melón con jamón, la ensalada de fruta, el pan dulce, turrón, garrapiñadas, sidra, champán… nada más incoherente que el menú navideño argentino, que la noche del 24 luce prolijo sobre el mantel rojo y verde, las fuentes adornadas como en las revistas de cocina, y para el almuerzo del 25 es un rejunte que se come como venga, sin tanto protocolo.
Quisiera vivir la navidad como lo que debería ser: una celebración íntima, sencilla, más cerca del espíritu que del cuerpo, pero todo alrededor conspira y me envuelve. Hasta que, cerca de las doce, con la plegaria dicha hacia adentro por los que ya no estarán nunca, por los que en este momento no están acá conmigo pero sé que están (parientes, amigos, y este año una hija mochilera que anda por el norte…), le pido a Dios que los bendiga. Después levanto la copa y brindo con los que estamos, y el nudo en la garganta comienza a disolverse lenta y mansamente, lo dejo ir, dejo que se diluya en el bochinche de los cuetes, en la magia efímera de los fuegos artificiales, en el intercambio de regalos, en el último trozo de pan dulce, en la medida justa de alcohol que me permita aquietar la mente sin nublarme el entendimiento. ¡Feliz Navidad!


miércoles, 19 de diciembre de 2007

El aviso que nunca publicaré


Talentosa escritora por descubrir solicita editor. Le importa un pito que tenga buena presencia, que sea caballero, culto y universitario; es más, puede tener mal aliento, si quiere, ser ordinario y no saber nada de literatura, pero debe reunir tres condiciones fundamentales: capital para arriesgar, olfato para conocer el gusto de la gente común, sobre todo de las mujeres, y la más importante: saber cómo vender al autor y al libro.

La búsqueda está orientada hacia un verdadero visionario, agresivo, innovador, dispuesto a implementar técnicas de persuasión novedosas para convencer a los lectores de que sus libros son tan imprescindibles como la saga de Harry Potter. Licenciados en Letras, abstenerse; tienen sangre de horchata, como decía mi abuela”.


Hablando en serio, desde lo más profundo de mi idealismo pisciano me gustaría saber por qué las grandes editoriales gastan fortunas en publicitar libros que se venden solos y ni un mísero peso en autores como una. Convengamos en que difícilmente pueda sostenerse un libro cuya venta nunca arranca porque ni lo promocionan ni lo recomiendan ni lo ofrecen. Me ha pasado, a quien no, clavarme con libros malos de autores reconocidos sólo porque se los promociona como la octava maravilla. Pero podría, o debería, ser al revés: que gracias a la publicidad descubriéramos buenos libros, y buenos autores desconocidos.

Otro punto álgido es la distribución: Los libros se venden sólo en librerías, cuando mucho en un kiosco de revistas, uno que otro bar temático, algún supermercado. Pero deberían venderse en todas partes: en las peluquerías, los almacenes de barrio, los minishop, las regalerías, en fin, en cualquier comercio en el que su dueño se interesara por ofrecerle a su clientela algo distinto. Y los autores tendríamos que tener un contacto más directo con el que vende nuestros libros, y con el que los compra. Claro que esto no es sencillo, porque no todo el mundo puede tener el don de gentes y el carisma necesarios para meterse en el bolsillo a los lectores, los periodistas y los libreros. Si uno es sociable y amistoso le saldrá con naturalidad, pero si no, mejor ni intentarlo porque cuando algo es impostado, la gente se da cuenta y es peor.

Tuve y tengo la suerte de estar cerca de dos mujeres que saben mucho de esto, Cristina Bajo y Cristina Loza, que si bien son muy distintas consiguieron, cada una a su manera, llegar a la gente. De ellas aprendo todos los días lo que se debe y no se debe hacer, y si bien tengo que adaptar sus experiencias a mi personalidad, el saldo siempre es positivo. También conozco otros escritores que odian la exposición, las presentaciones de libros, las notas en radio y televisión; respeto su postura, pero no puedo dejar de ver que tal como están las cosas, el que no está en los medios, no existe. Y si se queda sentado esperando que lo descubran, lo más probable es que se muera siendo un ilustre desconocido. Si a uno le alcanza con escribir y no le importa que lo lean o no, perfecto; pero si quiere ser popular, si quiere tener lectores, hay que tratar de hacerse conocer.

Cristina Loza, que a la hora de hacer realidad sus sueños no tiene quien le pise el poncho, tuvo la brillante idea de festejar las diez ediciones de El revés de las lágrimas con una edición de bolsillo, y de hacerlo nada más y nada menos que en los kioscos, auspiciada por La Voz del Interior. Fue una jugada magistral, que no le reportó un peso pero le generó lectores fieles y agradecidos por la posibilidad de conseguir su libro a un precio más que accesible. Gracias a eso, y a tantos otros aciertos suyos, cada vez que aparece en un programa de radio sus lectores la llaman de toda la provincia.

Estaba escribiendo esto en borrador cuando Miryam, una amiga de la infancia, me sorprendió con una idea que me dejó en el libro de visitas y que viniendo de una ingeniera agrónoma, alguien que no tiene nada que ver con libros y editoriales, me pareció sensacional. Miryam me propuso organizar una reunión con sus amigas separadas para que puedan charlar conmigo sobre mi primer libro, el Manual; la que lo compre, se lo lleva autografiado. Onda reunión de Tupper, digamos, o de Essen, bien de mujeres. Ya me veo departiendo alegremente entre mis pares sobre las vicisitudes de matrimonios y concubinatos finados o a punto de fallecer, haciendo una catarsis comunitaria y ahorrándonos el siquiatra. Me gusta, ni bien hagamos la prueba, les cuento.
Porque no es cuestión de quedarse en la queja estéril, algo hay que hacer, y quién mejor que el propio autor para promocionar su libro. Opinen, mándenme ideas, que me hacen falta.


sábado, 15 de diciembre de 2007

No llores por mí, Argentina...

Ahora sigamos con el striptease espiritual. Lo escribo como se debe porque Gabriel, desde Miami, me dijo que el spanglish no queda bien, que no diga "estriptís" porque a mi blog lo van a leer millones de personas y tiene que estar bien hecho. ¡Dios te oiga, hombre!

Apaguen las luces así no me ven, relájense y pongan "Puedes dejarte el sombrero puesto" a todo volumen, que acá va la tanguita alma - less con lentejuelas. Agárrense, que es fuerte, es algo tan íntimo que para no contárselo a cualquiera se lo cuento a todos, así de una, y me lo saco de encima de una buena vez.

Tengo una novela terminada (ver fragmento en La Voz del Interior), ya me la rechazaron dos editores y para qué negarlo, el bajón es terrible. Uno sabe que son las reglas del juego, que difícilmente un editor arriesgue su propio capital para editar el libro de una casi desconocida como yo, pero bueno, igual duele. Duele, y cuesta asimilarlo, si amigos escritores como Cristina Bajo y Julio Torres, cuyas opiniones respeto muchísimo, me dieron el visto bueno cuando estuvo terminada, porque no son personas fáciles de conformar; es más, los dos hicieron críticas feroces en su momento, al leer los primeros borradores. Duele, y sigue costando asimilarlo, si otra amigaza como Cristina Loza no sólo consideró que la novela era buena sino que la defendió a capa y espada de los ataques del primero que la rechazó, un aprendiz de inquisidor que la defenestró con una saña digna de mejor causa. Y duele, sobre todo, si unas veinte mujeres de distintas edades y condiciones sociales y económicas la disfrutaron y me marcaron punto por punto todo lo que les había gustado, contra dos o tres a las que no las terminó de conformar. Porque me tomé el trabajo de chequearla con lectores comunes y corrientes, que son los que compran libros, y no con licenciados ni colegas, que leen de prestado, nomás. ¿O no?

Pero los editores son otra cosa. Vaya uno a saber qué quieren.

El segundo rechazo fue más puntual: buscaban una Danielle Steel, o nada. Lo mío sencillamente no encajaba en la línea editorial que habían elegido para debutar (sí, todavía no habían editado nada) y para que encajara tendría que haberle hecho tantos cambios que ya no iba a ser mi libro, ni siquiera la sombra de mi libro, y no valía la pena. Como dijo San Martín: "Serás lo que debas ser, y si no, no serás nada". Y yo elijo ser esta que soy, esta que ustedes ven en el blog, y escribir como escribo.

Ojo, eh, que no sangro por la herida; que me duela el rechazo no significa que me crea un genio incomprendido, ni nada parecido. Es infantil pretender que alguien tenga la obligación de editar un libro sólo porque al autor se le ocurrió escribirlo. Faltaba más. Nadie me pidió que me pasara siete años trabajando en mi novela, fue algo que yo elegí, y por lo tanto no tengo derecho a pretender que me la editen ya. No soy tan ridícula.

Uno lo sabe, sabe que el arte no es imprescindible, que no todo el mundo puede triunfar, y que el triunfo depende no sólo de la calidad de lo que uno escribe sino de, mal que nos pese, la suerte, la buena estrella de cada uno. Pero en el fondo no se resigna a dejar morir en un cajón al fruto de sus desvelos, a esa obra que pulió, reescribió con tanto amor, tanta paciencia... y tanta ilusión. Y entonces, ¿qué hacemos?