miércoles, 21 de mayo de 2008

Más falso que billete de 7 pesos

Todos sabemos lo que es una traición. ¿A quién no le ha tocado alguna vez que lo apuñalen malamente por la espalda? ¿Quién no vivió en carne propia la agachada de alguien en quien confiaba? Pero lo peor de todo es que esa actitud que en su momento nos descolocó, que nos dejó con el corazón partido y el alma alerta, casi nunca sucede sin previo aviso: las más de las veces hubo señales que nos daban la pista de que esa persona podía llegar a calumniarnos, o a dejarnos pagando, indicios que no supimos o no quisimos ver, sea por exceso de ingenuidad… o de amor.

El que es falso con los demás, probablemente también lo sea con nosotros. El que saluda con aspavientos a todo el mundo en una reunión social mientras, para hacernos creer que confía en nosotros, nos dice por lo bajo: “este es un tarado”, “a este no lo banco”; el que tiene por norma de vida estafar afectivamente a los demás, burlarse de los sentimientos ajenos, prometer y no cumplir… tarde o temprano mostrará la hilacha y hará lo mismo con nosotros, por más que se empeñe en demostrarnos que eso nunca sucederá.

Ahora está muy de moda ser “políticamente correcto”… de la boca para afuera, claro. Entonces nadie dice lo que de verdad piensa, sino que estamos inmersos en un mar de relaciones melifluas, obsecuentes, insulsas y lo que es peor, absolutamente mentirosas. Llega el día del amigo y le mandamos mails a toda la libreta de direcciones, como si fuera posible ser amigo del imbécil que nos llena la casilla de spam y al que nunca conoceremos personalmente; nos sumamos a campañas de lo que sea sin estar convencidos y saber de qué se trata, sólo para no quedar como trogloditas; festejamos la trasgresión o la banalidad más tilingas en aras de una supuesta tolerancia, que no es otra cosa que la incapacidad de pensar por nosotros mismos.

La falsedad, entonces, se ha convertido en sinónimo de una “corrección política” malentendida, y mal aplicada. En el ambiente literario, ambiente que frecuento poco porque como diría Cristina Loza hay que hacerlo con una buena dosis de suero antiofídico a mano, es habitual que alguien le diga a uno “me encantó tu libro” aunque lo considere un bodrio de cuarta. No estoy a favor, ni en este caso ni en ninguno, de la verdad brutal, porque en definitiva la opinión sobre un libro (o sobre casi cualquier cosa) es apenas un juicio de valor, algo subjetivo, y si ese “me encantó tu libro” fuera sólo una mentira piadosa no sería tan grave. Lo malo, a mi entender, es que esa misma persona que con tonito entusiasta pretende hacernos creer que somos la reencarnación de Borges, ni bien le damos la espalda le dice al que tiene al lado: “El libro es malísimo, no lo van a leer ni los perros”. Ahí sí se pudre todo.

Cambiemos de escenarios y personajes, y veremos como la falsedad nunca descansa: el jefe que trata a un empleado como su mano derecha dándole en halagos lo que no le da en dinero, pero a sus espaldas dice que es un inútil, un ventajero o un indiscreto; la amiga que al hablar con otros echa tierra sobre nuestras virtudes y agranda nuestros defectos; el amigo que sale abrazándonos en todas las fotos cuando tenemos para fiestas y salidas, pero que ni bien estamos en la mala se borra; el que asegura que nos dará una mano para crecer en nuestro trabajo o profesión y de verdad lo puede hacer, y cuando llega el momento mira para otro lado...

Traiciones chiquitas o grandes, premeditadas o fruto de la estupidez, pero siempre mezquinas, siempre teñidas de envidia, siempre buscando menospreciar al otro como una manera de revalorizarse a sí mismo.

Gracias a Dios, como todo en esta vida tiene un lado positivo la traición, o mejor dicho enterarnos de una traición, en el fondo nos beneficia, porque nos libera de sentir gratitud o culpa por quienes no lo merecen.

Adivinaron, sangro por la herida. ¿Y qué? Estoy haciendo catarsis, ¿y qué? He sido, yo también, víctima de la falsedad de alguien a quien sabía falso, alguien a quien defendí hasta en lo indefendible, alguien a quien pagué con mi lealtad cada enseñanza, cada muestra de confianza. Y duele. Déjenme patalear tranquila en mi blog, al menos…

jueves, 15 de mayo de 2008

De mudanzas, carretillas y palabras

escritores mudanza literatura

Si hay algo incompatible con la escritura, es una mudanza. Esta vez no me tocó trasladar mis pertenencias sino las de mi madre, y la verdad, no sé si no fue peor, porque una cosa es lidiar con los bienes propios y otra con los ajenos.

Empecemos por los preparativos previos. Dejarla a madre embalar sus cosas significaba que en una misma caja convivirían bombachas, tazas, la azucarera llena, un paquete de fideos, carreteles de hilo y el jabón en polvo; cuando la vi en acción respiré hondo, traté de que no me diera un ataque de caspa y le dije que se quedara tranquila, que yo le acomodaba todo.

Y le acomodé todo. Comencé prolijamente, en cajas chicas con rótulos que decían “cocina”, “baño”, “dormitorio”, etc., como para que se pudiera saber dónde irían a parar. Eso fue al principio; después empecé a dejar las cajas abiertas, para que a simple vista pudiéramos ver qué había en cada una. Mientras madre miraba postales viejas y me contaba la historia de quienes las habían enviado, yo le iba preguntando “¿Esto te sirve?”, como para no meter la pata y tirar lo que no debía. Cuando llegamos a la cocina la cosa se complicó. Mi vieja es de las que abren un paquete sin haber terminado el que está en uso, así que había restos de yerba de varias marcas, puchitos de fideos, harina o polenta vencidos en el 2005 o antes, decenas (sí, decenas) de envases vacíos de todo tipo, tamaño y material, y utensilios cuya existencia y forma de usar ella había olvidado, de tan escondidos que estaban.

Y así con cada habitación. Fueron días de labor paciente y prolija, de esforzarme en recordar dónde, en qué caja, había quedado tal o cual cosa, de hacerle compañía para que le afectara menos el despojo de las paredes y los armarios, de ir y venir de mi casa a la suya (vivía a una cuadra) trayendo cada vez alguna cajita para aligerar el viaje final y que nos saliera más barato el flete.

Y tan literalmente nos tomamos lo de aligerar el viaje final, que hicimos la mitad de la mudanza en carretilla. Fue desopilante. Parecíamos cirujas, mi hermana, mi hija y yo, acarreando cajas, sillas, almohadones y cuando objeto chico o mediano pudiéramos cargar en la carretilla. Las chusmas del barrio se habrán hecho un picnic, supongo, y todo el mundo nos miraba como diciendo: “¡miserables!”

¡Pero qué libre se siente uno cuando le pierde el miedo al ridículo! ¡Qué poderoso! ¡Qué invencible! Allá íbamos nosotras la frente en alto, mujeres solas, sin novios, sin maridos ni vecinos que nos dieran una mano, llevando los bártulos de nuestra madre primero cuesta arriba y después cuesta abajo y entrándolos con amor a la casita nueva, que está justo enfrente de la mía. La sangre de nuestros ancestros inmigrantes nos bullía en las venas y nos daba fuerzas físicas y morales; “la están mudando a mamá, a la abuela, y andar escaso de fondos no es ninguna deshonra”, parecían decirnos desde el más allá.

Cuando llegó el día D, para el flete habían quedado nada más que los muebles pesados y para nosotras, los dos perros. El salchicha no opuso resistencia, pero llevarlo al Roqui no fue sencillo. El Roqui es igualito a Alf, nunca usó collar ni estuvo atado. Le abrimos la puerta y lo llamamos desde la calle, y nada. Hicimos ademán de irnos y ahí se quedó, mirándonos desde el jardín. Terminamos enlazándolo como a un ternero, y mi hija lo arrastró corriendo hasta la casa nueva mientras el pobre Roco clavaba las patas traseras en el asfalto y trataba de morder la soga que lo aprisionaba.

Quedamos agotadas, pero felices.

Ahora que todo pasó, que estoy retomando mi vida de a poco, que puedo sentarme a escribir otra vez (hace como un mes que no escribo nada), tomo conciencia de que hay momentos en los que postergar lo propio tiene sentido. Mis novelas pueden esperar, tengo el resto de mi vida para escribirlas y si no las escribo, poco pierde el mundo. Pero mamá, mi hija, mi hermana, mis amigos… ellos están ahora, me necesitan y los necesito hoy, y aunque a veces me gane la impaciencia, y quiera encerrarme, desconectar el teléfono, aislarme del mundo y ponerme a escribir, algo muy dentro mío sólo me deja hacerlo de a ratos, cuando nadie reclama mi presencia.

No sé si eso está bien o si está mal, si debería ser más egoísta y poner límites o si debería ser más organizada, o más perseverante, o más voluntariosa, o soñar menos y producir más. Tal vez aún no sea tiempo, no sea MI tiempo de cosechar. O tal vez deba ser así, tal vez mis mejores páginas sean las que nunca escriba, las que no alcanzan a llegar hasta el papel porque en el medio siempre hay algo que hacer, las que se me esfuman de la memoria mientras intento acomodar las palabras de otros cuando corrijo, las que se quiebran dentro mío como hojas secas mientras tomo café con una amiga que está triste, las que dejo morir de inanición mientras escucho, hablo, comprendo y tiendo mi mano.