El que es falso con los demás, probablemente también lo sea con nosotros. El que saluda con aspavientos a todo el mundo en una reunión social mientras, para hacernos creer que confía en nosotros, nos dice por lo bajo: “este es un tarado”, “a este no lo banco”; el que tiene por norma de vida estafar afectivamente a los demás, burlarse de los sentimientos ajenos, prometer y no cumplir… tarde o temprano mostrará la hilacha y hará lo mismo con nosotros, por más que se empeñe en demostrarnos que eso nunca sucederá.
Ahora está muy de moda ser “políticamente correcto”… de la boca para afuera, claro. Entonces nadie dice lo que de verdad piensa, sino que estamos inmersos en un mar de relaciones melifluas, obsecuentes, insulsas y lo que es peor, absolutamente mentirosas. Llega el día del amigo y le mandamos mails a toda la libreta de direcciones, como si fuera posible ser amigo del imbécil que nos llena la casilla de spam y al que nunca conoceremos personalmente; nos sumamos a campañas de lo que sea sin estar convencidos y saber de qué se trata, sólo para no quedar como trogloditas; festejamos la trasgresión o la banalidad más tilingas en aras de una supuesta tolerancia, que no es otra cosa que la incapacidad de pensar por nosotros mismos.
La falsedad, entonces, se ha convertido en sinónimo de una “corrección política” malentendida, y mal aplicada. En el ambiente literario, ambiente que frecuento poco porque como diría Cristina Loza hay que hacerlo con una buena dosis de suero antiofídico a mano, es habitual que alguien le diga a uno “me encantó tu libro” aunque lo considere un bodrio de cuarta. No estoy a favor, ni en este caso ni en ninguno, de la verdad brutal, porque en definitiva la opinión sobre un libro (o sobre casi cualquier cosa) es apenas un juicio de valor, algo subjetivo, y si ese “me encantó tu libro” fuera sólo una mentira piadosa no sería tan grave. Lo malo, a mi entender, es que esa misma persona que con tonito entusiasta pretende hacernos creer que somos la reencarnación de Borges, ni bien le damos la espalda le dice al que tiene al lado: “El libro es malísimo, no lo van a leer ni los perros”. Ahí sí se pudre todo.
Cambiemos de escenarios y personajes, y veremos como la falsedad nunca descansa: el jefe que trata a un empleado como su mano derecha dándole en halagos lo que no le da en dinero, pero a sus espaldas dice que es un inútil, un ventajero o un indiscreto; la amiga que al hablar con otros echa tierra sobre nuestras virtudes y agranda nuestros defectos; el amigo que sale abrazándonos en todas las fotos cuando tenemos para fiestas y salidas, pero que ni bien estamos en la mala se borra; el que asegura que nos dará una mano para crecer en nuestro trabajo o profesión y de verdad lo puede hacer, y cuando llega el momento mira para otro lado...
Traiciones chiquitas o grandes, premeditadas o fruto de la estupidez, pero siempre mezquinas, siempre teñidas de envidia, siempre buscando menospreciar al otro como una manera de revalorizarse a sí mismo.
Gracias a Dios, como todo en esta vida tiene un lado positivo la traición, o mejor dicho enterarnos de una traición, en el fondo nos beneficia, porque nos libera de sentir gratitud o culpa por quienes no lo merecen.
Adivinaron, sangro por la herida. ¿Y qué? Estoy haciendo catarsis, ¿y qué? He sido, yo también, víctima de la falsedad de alguien a quien sabía falso, alguien a quien defendí hasta en lo indefendible, alguien a quien pagué con mi lealtad cada enseñanza, cada muestra de confianza. Y duele. Déjenme patalear tranquila en mi blog, al menos…