Mi
relación con ella no fue sencilla. Más allá del amor que nos tenemos
mutuamente, somos muy distintas y eso hizo que más de una vez no nos
comprendiéramos ni pudiéramos ponernos en el lugar de la otra.
Para
una madre taurina, con los pies fijos sobre la tierra y pocos pajaritos en la
cabeza, una hija pisciana soñadora, dispersa, medio hippie y sentimental es
como un rompecabezas al que le faltan piezas. Y a la mía no le alcanzó la vida
entera para comprender (porque no lo comprendió) que esa figura inconclusa, con
espacios vacíos pero llenos de algo que ella no podía ver, era sin embargo un
ser completo: yo, su hija, hecha no a su imagen y semejanza, sino a la mía, a
lo que yo quería y podía ser.
Un
día, no hace mucho, me lo dijo: “yo nunca te entendí”. Fue fuerte escuchar eso.
Y me dio pena por ella, más que por mí. No puedo imaginarme “no entender” a mi
hija. Porque una cosa es no estar de acuerdo, o no compartir una forma de vida
o de pensar, y otra muy distinta es no entender qué quiere el otro, qué busca,
qué sueña.
Yo
fui entendiendo, con los años, sus acciones, sus aciertos, su manera de pensar,
sus circunstancias. Pero me costó asimilar que siguiera aferrada a rencores
viejos, a ideas o prejuicios que le hacían mal, que le iban cerrando puertas a
medida que le ensanchaban heridas. Ella no sé si pudo comprender mi capacidad y
mi voluntad de perdonar, de olvidar lo malo y recordar lo bueno, de amar sin
condiciones. Creo que no, que no lo comprendió.
A
las dos nos costaba comunicarnos; sin peleas, sin discutir, simplemente nos
costaba, a mí me costaba bajar la guardia con ella y contarle mis cosas, a ella
le costaba escuchar sin opinar, sin manifestar su desacuerdo.
Hasta que la
vida nos enfrentó a las dos con su vejez, con la enfermedad, con el deterioro
del cuerpo y la mente.
Y empezamos a
hablar. Cuando ella quiso, y pudo, hablamos del pasado, de sus miedos, sus
dolores, sus rencores. Hablamos de la muerte. De la propia, de la ajena, de los
que ya no estaban. De cómo quisiéramos morir. De su cansancio, de sus ganas de
morirse. Es muy duro escucharle decir a la madre de uno que no quiere vivir,
que se quiere morir. Uno se siente tan impotente ante eso… Me costaba aceptar que
sus hijas, su nieta, no fueran motivos para vivir, que no le alcanzara con
nuestro amor, con tenernos vivas y sanas, cerca.
Los síntomas
del inicio de la demencia senil se fueron presentando de a poco, al principio
el médico decía que nos estaba manipulando, que “se hacía la loca”, pero después
nos dimos cuenta de que no se estaba “haciendo la loca” y la enfermedad era
real, y había que buscar cómo hacerle frente.
Llevar a la
madre a un geriátrico es duro, pero a veces es necesario. No todos tenemos los
mismos límites, las mismas capacidades, y hay que saber reconocerlo y
aceptarlo. Por uno, para evitar la culpa, y por el otro, para no verlo o
sentirlo como una carga cuando su cuidado se complica. Los geriátricos no son “depósitos
de viejos”; si la familia está presente, son un buen lugar para que un anciano
enfermo esté atendido según sus necesidades, supervisado y medicado
correctamente. Me llevó más de un año entenderlo y confiar en sus cuidadores,
hasta que entendí que si no confiaba, no tendría paz. Y entonces, decidí
confiar. Confiar no es desentenderse. Confiar es creer en la buena fe del otro,
aunque como hija siga supervisando la higiene, las comidas, la habitación, la
ropa, y si algo no me gusta, lo diga.
El geriátrico
de mamá es como una casa grande. Es un lugar hermoso, con ventanales que dan a
un jardín que siempre está verde. En el invierno, prenden el hogar y las
salamandras y da gusto llegar; en verano, nos sentamos afuera a disfrutar el
aire y el canto de los pájaros. Los horarios de visita son flexibles, y las
visitas siempre son bienvenidas. A la hora de comer hay olor a comida, como en
todas las casas. Los viernes a la tarde va Luis con su guitarra y se arma la
peña, y los abuelos acompañan con palmas y cantan. A la hora del mate, toman
mate. Llevan una vida tranquila, sin sobresaltos.
Casi todos
ellos están cruzando la barrera entre vivir en el mundo y vivir en su mundo. O
ya la cruzaron.
Mamá también. A
veces no habla cuando la visito, o cierra los ojos como si durmiera, aunque
está despierta. ¿Qué estará pensando, qué sentirá? Parece encerrada en un
laberinto del que ya no puede salir; si le pregunto algo dice que no quiere
pensar, que se le hace lío en la cabeza. Y se queda mirando por la ventana. Sólo
puedo tratar de que sienta mi amor, de alguna manera. Y le agarro la mano, y se
la acaricio, y hago fuerza para que mi tristeza no se note, no le llegue.
Porque es
triste verla así, no sé si sufre, si se siente sola, y quisiera saberlo, y
también me da miedo saberlo y no poder hacer nada para que esté mejor.
Es triste, y
da miedo: uno piensa en su propia vejez, y da miedo. Da miedo pensar que así
como no elegimos nacer, tampoco podemos elegir cómo morir, de qué morir, en qué
momento. Salvo que uno decida matarse, claro. Pero si uno elige seguir
viviendo, el final de la vida está fuera de control, es impredecible, a uno
puede tocarle morirse con la cabeza entera y el cuerpo destruido o al revés,
con el cuerpo entero y la cabeza, la mente, perdidas en el delirio
¿Dónde estará
el espíritu cuando la persona se queda sin recuerdos y no reconoce afectos? ¿Dónde
estará el espíritu cuando la mente está poblada de fantasmas, voces, imágenes
irreales?
Dicen que la
enfermedad, o la locura, son parte del karma, son caminos que debe recorrer el
alma para purificarse, para terminar de aprender lo que vino a aprender. Si
esto es cierto, entonces mamá está aprendiendo algo que debía aprender, y hasta
que no lo aprenda no se irá. No sé si es un consuelo pensar esto, pero de
alguna manera le da sentido al dolor, a la impotencia de no poder hacer nada para
que vuelva a ser la que era antes.
A veces, yo
tampoco quiero pensar, mamá. A mí también se me hace un lío en la cabeza.
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