martes, 23 de diciembre de 2008

Navidades

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Mis navidades tienen sabor a infancia, a los recuerdos de la infancia. Debe ser por eso que, según pasan los años, la nostalgia se me va metiendo cada vez más hondo en el corazón sin que me de cuenta, hasta que algo, un perfume, una foto, una frase escuchada al azar, me hace saltar la primera lágrima y una sensación de pequeñez, de finitud, de indefensión ante los avatares de la vida.

No ando llorando por los rincones, aclaro. Ni me deprimo. Sólo me dejo ir, en una confusa mezcla de sensaciones, hacia el pasado y hacia el futuro, hacia lo que quisiera cambiar del mundo y no puedo, hacia lo que he logrado y lo que quedó en el camino, y hago una especie de balance en el que priman los agradecimientos, porque sería una ingratitud no agradecer todo lo que tengo.

Y es que la vida es eso, al fin y al cabo: lo que hay, lo que tenemos al alcance de la mano, y los sueños.

Cuando recién llegamos a vivir a Unquillo, y durante dos o tres años, vinieron a pasar las fiestas con nosotros mis abuelos paternos, dos de mis primos, y la tía Leonor, que era hermana de mi abuelo Diego. La tía Leonor hacía como veinte años que estaba de luto, ese luto de antes, negro riguroso en invierno y verano. Primero se le había muerto un hijo chiquito y años después el marido, y había enganchado los dos duelos como solían hacer en su España natal. Y había quedado débil del corazón, por lo que no había que darle malas noticias.

Pero la tía Leonor no era una mujer triste ni amargada. Recuerdo que un par de días antes de la navidad salía con mi abuela, recorría los tres o cuatro negocios importantes que había en Unquillo (casa Ararat, casa Tito...) y volvía cargada de paquetes que escondían en el placard de mi mamá.

Un año fueron silloncitos de mimbre para mi hermana y para mí; otro, cubrecamas y frazadas; otro, sábanas; treinta y cinco años después, todavía conservo una de esas sábanas, que de tan transparente parece un velo pero que todavía está sana y es la favorita de mi hija. La noche del 24 transcurría entre platos y más platos de comida con total tranquilidad hasta las doce en punto, hora en que la tía Leonor, para congoja de todos, sacaba el pañuelo, se abrazaba a mi abuela y largaba el llanto, que se prolongaba hasta cinco minutos después del brindis, cuando luego de enumerar las virtudes de sus dos difuntos y de abrazarnos y bendecirnos a todos, la tía arremetía contra los turrones, las nueces, las almendras, y munida de una copa de sidra se ponía a conversar tranquilamente con mis abuelos sobre tiempos idos.

Mi mamá a veces se quejaba de que nos amargaba las fiestas, pero a mí me gustaba tenerla en casa; la tía Leonor, con su dignidad de viuda eterna y sus ropas negras, me parecía un personaje de lo más interesante, y a su manera, creo que me trasmitió el mensaje tranquilizador de que la vida sigue, siempre, hagamos lo que hagamos, más allá de las pérdidas y las ganancias.

De ella aprendí también que no hay corazones débiles: esa mujer a la que no había que darle malas noticias enterró a todos sus hermanos, a una hija más y a varios sobrinos. Y me enseñó, por último, que el llanto y la nostalgia no son malos, siempre y cuando sepamos después, como ella, levantar nuestra copa, bendecir, y brindar. Y brindarnos.

miércoles, 22 de octubre de 2008

Joaquín y las hormigas

Nuestro diálogo tiene reglas bien definidas: todo lo que yo digo, él lo repite en una lengua extraña que suena a croata básico, con un toquecito de lunfardo porteño en la manera con que remarca las eses.

Buscando algo que hacer para entretenerlo (tiene tres años, no es fácil) le di una lupa y me lo llevé al fondo a buscar bichos bolita debajo de las macetas. Le puse uno en la palma de su mano y le enseñé cómo se cerraba; cuando el animalito se volvió a estirar me dijo algo en un tono muy convincente –lástima que la única palabra que pude rescatar fue “bissho”–, lo agarró entre el índice y el pulgar, y como quien moldea moco lo obligó a convertirse otra vez en bolita.

Una procesión de hormigas que se llevaba mi jardín de a pedacitos lo distrajo un par de minutos, pero como eran muchas y no las podía seguir a todas, se dio por vencido y se puso a examinar con la lupa los geranios, el pelo de las perras, mis pantalones, los pisos y las paredes. Menos mal que es chiquito y no me va a sacar el cuero, pensé; mi casa nunca está demasiado limpia, y si encima la miran con lupa...

¿Querés leche, Joaquín?, le pregunté. ¡No! ¡Maera!, me contestó. A la miércole, pensé, ¿qué le dan de comer, pobrecito? ¿Hamburguesas de aserrín, milanesas de aglomerado? Insistí con la leche y se enojó, pateó el piso, frunció el ceño y me dijo muy serio: ¡Maa-era! Mi mente retrocedió algo más de veinte años, y comprendí: mamadera. De esas que en casa no hay ni de recuerdo. Pero sí hay bombilla... así que se tomó su leche en cinco segundos respirando por la nariz como un instructor de yoga y sorbiendo sin detenerse ni para tomar aire, mientras yo lo miraba sin pestañear por si se le ocurría ahogarse.

Después hicimos masa de sal y modelamos monigotes, pies de tres dedos, tortugas, todo mientras conversábamos como si nos entendiéramos. En eso estábamos, cuando una hormiga sin rumbo tuvo la mala fortuna de cruzar frente a nuestros ojos. Joaquín, que la había visto antes que yo, agarró un bodoque chato de masa y lo estampó sobre la hormiga, que quedó incrustada en él; cuando se dio cuenta de que la tenía atrapada, la miró con la lupa y gritó asombrado: ¡move ashh patashh!

La hormiga logró liberarse, pero no le duró mucho porque su captor la volvió a atrapar una y otra vez, hasta que finalmente la pobre dejó de mover ashh patashh y se murió, no sin antes haberlo picado, claro.

Entonces nos pusimos a mirar fotos en la computadora hasta que llegó su papá a buscarlo. Su papá es mi ex. Joaquín es el hermanito de mi hija, que le cayó del cielo cuando ya se había resignado a ser hija única. Y que a mí me hace sentir abuela por un rato, mientras invento cosas para entretenerlo cuando lo traen de visita. Y que me enternece hasta conseguir que el bicho bolita de mi corazón, ese que se enrosca sobre sí mismo cuando algo lo agobia, quepa en el huequito de su mano.

lunes, 20 de octubre de 2008

Tribulaciones de una madre abandonada


Carlita, mi cachorra, HIJA UNICA, 21 años, metro setenta y tres, 62 kilos distribuidos como sólo a su edad pueden estar, estudiante universitaria, madura para algunas cosas y demasiado verde para otras, se fue de casa. Aclaremos: se instaló por un mes en el departamento de una amiga que vive en Córdoba, con retorno a nuestro hogar en Río Ceballos los fines de semana.

Más que irse, puso
35 km de distancia provisoria entre su independencia y mis vanos intentos de controlar su vida... si es que se puede llamar control al hecho de preguntarle donde está, a que hora vuelve y algunas otras pequeñeces que pretendemos saber las madres. El pretexto de la huida fue impecable: estudiar para rendir tres materias, cosa que en casa no puede hacer porque se entretiene demasiado con sus perras, con los vecinos y con cada mosca que pasa volando.

Lo primero que cruzó por mi cabeza fue aquel tema de Serrat, “...que va a ser de ti, lejos de casa, nena, que va a ser de tíiiiii...” Se me escaparon algunas lágrimas, pero enseguida me recompuse y enfrenté la realidad: el que se va sin que lo echen, vuelve sin que lo llamen. Mientras tanto, me dije... ¡a disfrutar! Les cuento mi primera semana de orfandad:

El lunes a las once de la mañana, en lugar de estar gritando cada cinco segundos ¡Levantáteeee! estaba muy tranquila... ¡en la peluquería!. Corte, lavado y brushing mediante, salí completamente relajada y con varios años menos. Con la cabeza ligera por dentro y por fuera, tomé el colectivo y me fui a trabajar. Volví a casa a las diez de la noche: todo en orden, todo limpio, ni una taza en la pileta de la cocina... Con la intención de no alterar ese perfecto ecosistema, cené mandarinas y té con tostadas.

El martes fui a llevarle a la “niña independiente” algunas cosas que se había olvidado en casa, y de paso a conocer el departamento y su entorno. Carla me recibió como si hiciera un mes que no nos viéramos, me convidó café y me presentó al Pompón, el perro de su amiga.

Verifiqué sin mucho disimulo que la vivienda, el edificio y la cuadra tuvieran un aspecto normal, hice algunos comentarios atinados al respecto, llegó la dueña de casa con el novio, charlé un rato con ellos y con Carla mientras preparaban la comida, y viendo que almorzarían algo saludable me fui a trabajar tranquila. Cuando volví a Río Ceballos eran más de las diez de la noche, hacía un frío feroz, y llovía. Río Ceballos, en esas condiciones, parece un pueblo olvidado del Lejano Oeste: ni un alma en las calles, apenas dos o tres audaces en los bares.

Decidí darme un gusto que hacía varias semanas me roía las entrañas, y sintiéndome Graciela Kid en Río Ceballos City entré al Saloon... digo a la heladería, desafié la mirada mortificada del empleado, me compré medio kilo de helado, tomé el único taxi que recorría el pueblo, me instalé frente al televisor a ver la novela de los gitanos y durante una hora me dediqué a comerme, solita y sola, TODO el helado. Juro que lo disfruté, aunque me tiritaban hasta las uñas. Sin dejar de temblar, me metí en la cama vestida con mi uniforme de ir a dormir (piyama frisado con medias de lana) más gorro, bufanda, guantes y la gata sobre los pies. Entre chuchos de frío y estornudos leí como hasta las tres de la mañana, no por insomnio sino porque lo hago siempre. ¡No vayan a pensar que la ausencia de Carla me desvelaba!

Los miércoles, aclaro, no voy a Córdoba, trabajo en casa. Me levanté más tarde que de costumbre porque no tendría que perder tiempo en despertar a mi hija; sólo una madre sabe el tiempo que se pierde en despertar a alguien que no quiere despertarse... o que no puede, porque se acostó hace apenas una hora. En fin, me levanté, como decía, un poco más tarde. Mi casa seguía en orden, mi vida seguía en orden, mi hija seguía lejos y me sentía desorientada sin tener a quien retar. El día transcurrió con total normalidad, salvo por un detalle: no cociné.

Comí alfajores, yoghurt, criollos con manteca, mandarinas, chocolate, berenjenas en escabeche y hasta pan con kepchup. A hija transgresora, madre transgresora y media: esto es vida, pensé mientras tomaba té de boldo a las once de la noche para bajar las porquerías que, con absoluto descontrol, había engullido durante la jornada. Antes de acostarme la llamé a la infiel, y después de escuchar su vocecita y verificar que estaba donde debía estar, me dormí tranquila.

El jueves siguió la calma, siguió el orden y siguió la ingesta desordenada de víveres varios. Fui a trabajar, volví, leí hasta tarde...

Los viernes también estoy en casa. Lavé ropa, limpié pisos, lustré muebles, comí de todo menos comida lógica, escribí un rato, visité a mi madre, tomé café con una amiga... lo de siempre; mi vida es poco glamorosa, acá entre nos. Ni limusinas en la puerta, ni pretendientes haciendo cola para invitarme a salir. Después de cenar liviano (café y bombones de menta) me quedé trabajando hasta muy tarde, corrigiendo unos escritos. Casi a las cuatro de la mañana, con el último bostezo y justo antes de apagar el velador, se me ocurrió pensar donde andaría mi niña. Estudiando no, seguro. Durmiendo, difícil. Lo más probable es que estuviera en “El Cuervo”, o en “El Ojo Bizarro”, o en “Pétalos”, o en “Jamaica”, o en alguno de esos antros que suele frecuentar con su pandilla: la Naye, la Dani, la Emi, la Flaca, la Mary, la Vale, la Negra... a todas las conozco desde chiquitas y son confiables, así que mientras anden juntas estoy tranquila. Todo lo tranquila que una madre puede estar con las cosas que pasan últimamente... confieso que me desvelé como si fuera la primera vez que mi hija salía de noche, y me pasé dos horas a puro té de boldo y antiácidos.

El sábado a las nueve de la mañana la llamé por teléfono para ver si ya venía. Una voz de ultratumba me contestó que sí, que al mediodía. Con enorme alegría reconocí la voz: ¡era Carla, mi Carlita!, que hacía apenas un rato se había acostado. Finalmente llegó para almorzar... a las cuatro de la tarde.

Ya pasaron tres semanas, falta una, y vuelve. La ausencia de mi hija me sirvió para darme cuenta de muchas cosas, a saber:

1) Que la soledad no mata, lo que mata es no saber que hacer con ella.

2) Que a pesar de mi desorden gastronómico y mis rebeldías domésticas, estoy madura para vivir sola.

3) Que mi vida es absolutamente mía, y que sólo depende de mí que sea una vida plena o un suplicio. Amo a mi hija, la extraño como se extraña todo lo bueno que uno atesora, extraño su abrazo, extraño la seguridad de saberla durmiendo en su cama, en su casa. Pero hay que sobreponerse a ese extrañar, para que no se vuelva una costumbre y uno quede clavado en la añoranza.

4) Que mi hija es importante para mí por ella misma y por ser quien es, no por los huecos que llena en mi vida. Hace ya muchos años que me hice responsable de todos mis agujeros, sobre todo los del alma. Algunos están llenos, otros siguen vacíos a la espera del contenido que les corresponda; mi hija fluye, mientras tanto, en absoluta libertad, sin la condena de hacerse cargo de las carencias de su madre.

En fin, que mi pichona puede irse cuando quiera y volver cuando le dé la gana. No voy a estar esperándola con los brazos abiertos, como suele decirse; además de cansador, me parece poco práctico. Sería como quedarme sin hacer nada, brazos abiertos, brazos vacíos, sólo esperando... prefiero recibirla con algo entre los brazos, sean frutos o semillas, para que nunca se sienta en la obligación de llenar mis huecos.


* * *

Esto también es de Peperina Exprés, mi columna de El Zonda de San Juan. Pasaron 5 años, muchas noches con Carla lejos de casa corrieron bajo el puente, y aquí estoy, como si nada. Todavía me cuesta un poco dormirme sin escuchar su voz, pero cada vez menos. Ahora puedo pasarme, digamos, tres o cuatro días sin saber nada de ella. Para cuando la nena cumpla 40, puede que si se va a vivir a otro país no me muera de angustia.

Hablando en serio, ¿cómo hacían nuestros ancestros para impulsar a sus hijos a abandonar el nido a edades tempranas, de ser necesario con un puntapié en el tujes? Ahora protestamos todo el día porque dejan tirado el toallón mojado en el baño, no se lavan ni un calzón, llegan tarde a todas partes si no los despertamos a horario, no desayunan si no les hacemos las tostadas y antes de lavar un plato son capaces de comer con los dedos... pero a la hora de poner las cartas sobre la mesa, en lugar de impulsarlos a ser independientes les decimos que lo piensen bien, que los alquileres están caros y es plata tirada, que en casa hay lugar (en la mía no, pero no importa), en fin, ponemos, y nos ponemos, todo tipo de excusas para que sigan junto a nosotros. ¿Será por miedo al nido vacío, o porque somos masoquistas? ¿Será porque todavía los vemos chicos, o será porque verlos grandes significa asumir nuestra verdadera edad, la del documento? ¿Será por miedo a que les pase algo y no estemos ahí para ayudarlos, o porque necesitamos que dependan de nosotros para que nuestra vida tenga sentido?

Ellos, claro, no ayudan para nada, porque están comodísimos. Y ahí está la madre del borrego, en que están demasiado cómodos. Para los maduritos como yo, la casa de nuestros padres era nuestra casa, sí, pero con reservas: era nuestra porque vivíamos ahí, pero los que decidían de qué color se pintaban las paredes, dónde iban los muebles y qué se compraba en el supermercado eran papá y mamá; cuanto mucho, nos dejaban decorar nuestra habitación, pero a ninguno de nosotros se le hubiera ocurrido poner en el living un poster de Alain Delón o de Charly García. Ahora, en cambio, si los dejamos se apropian de todo el espacio disponible, deciden qué música se escucha, a qué hora se come o se duerme, y si nos descuidamos, nos desalojan de nuestra habitación cada vez que se queda a pasar la noche su novio/a. El "mi casa" de las nuevas generaciones es casi una declaración de guerra: "esta también es mi casa", dicen cuando nos resistimos a que nos llenen los estantes y paredes de adefesios; "esta también es mi casa", dicen cuando intentamos recibir nosotros un novio/a, "esta también es mi casa", dicen cuando nuestros amigos no les gustan.

El "mi casa" de mi época hablaba de amparo, del lugar donde nos sentíamos protegidos. El "mi casa" de ahora, me parece, tiene la arrogancia de quien clava una pica en tierra y dice "acá mando yo".

Y es una pena, porque cuando el adulto de hoy sigue viviendo entre las mismas paredes que el niño que fue, se está perdiendo el desafío de construir un espacio propio, único, personal, y el placer de volver de vez en cuando a la casita de los viejos, allí donde quedaron sus recuerdos.

domingo, 19 de octubre de 2008

Semblanza de una madre modelo 1936

Hace rato que Madre me pide que escriba algo sobre ella para la posteridad. Hoy le voy a dar el gusto. Cuesta intentar una semblanza que no sea cursi, ni archisabida: ¿Qué se puede decir que no se haya dicho de la grandeza de las madres, de su capacidad de sacrificio, de su amor incondicional? De las madres en general, no sé; pero de la mía...

Les cuento.

Si tuviera que comparar a mi mamá con algo, sería con una topadora. Taurina de pura cepa, agacha la cabeza y arremete, hoy como ayer, contra lo que se le cruce. Últimamente arremete más que nada con la lengua, y bien brava que la tiene, pero en sus años mozos bastaba que una idea cruzara por su mente para que la llevara a la práctica. ¿Pintar una habitación en la casa de Rosario, que cada dos por tres dejaba caer sobre nuestras cabezas el reboque del techo? Ella sola corría todos los muebles, rasqueteaba, preparaba la pintura, y meta rodillo y brocha, a la noche uno dormía en un cuarto nuevo. ¿Arreglar el jardín de la casa de Unquillo, 1400 metros de terreno? ¡Una pavada! En un principio, fueron cientos de papas de dalia enterradas en primavera y desenterradas a comienzos del otoño; más tarde, incontables plantines de petunias renovados todos los años. Y entre tanto, millones de yuyos sacados a mano, y canteros carpidos de rodillas. ¿Coser vestidos para sus hijas? Con los moldes de la Temporada para niños y la Singer a pedal, cualquier retazo se convertía en un jumper, y los trajes de papá que le iban quedando chicos se reciclaban en pulcros trajecitos para nosotras.

Mamá tuvo una infancia pobre, de inviernos sin medias, abrigos escasos y zapatillas con agujeros en la punta. Apenas hizo la primaria, pero nos revisaba los cuadernos todos los días y nos educó mejor de lo que muchas profesionales educan hoy a sus hijos. Mi niñez, gracias a ella, tuvo cumpleaños memorables: todo casero, como se estilaba entonces, desde la torta hasta las empanaditas de copetín, las tarteletas, las cazuelitas de salchicha en salsa, las albondiguitas fritas... lo único que compraba eran los sandwiches de miga y las gaseosas. Y el cotillón... altos bonetes de cartulina decorados con lunares de papel glacé metalizado y volados de papel crepé, que los varones no querían ponerse, y collares hawaianos, que mamá comenzaba a preparar varios días antes cosiendo tiras y tiras de papel crepé en la Singer, con puntada larga y el hilo de la bobina flojo para poder fruncirlas y armar los collares más gordos, multicolores y prolijos que se pudieran imaginar.

Cuando recién nos mudamos a Córdoba, nuestros domingos en el río San Antonio también eran memorables: en el baúl del 404, dos heladeras de telgopor conservaban las vituallas, incluido el postre: frutillas con crema, budín de pan o alguna torta descomunal, decorada y todo... había que alimentar a la familia, y mamá lo hacía a conciencia.

No puedo menos que recordar con ternura su peinado batido de la década del ´60, similar al de la esposa de Homero Simpson; ni los “claritos”, moda absurda que la hacía parecer vieja a los treinta; ni sus osadas minifaldas cinco dedos arriba de la rodilla. No puedo menos que admirar su orgullo por lo que hacía, y por sus orígenes: de obrera en una fábrica de zapatos, veinte años después estaba dirigiendo a cien personas en su propia fábrica, la que empezó de la nada con su marido y que llegó a producir mil pares diarios. Cuando, poco más tarde, perdió todo, salió con la frente alta a buscar trabajo, peleando codo a codo con los hombres por un puesto de encargada. A los setenta años, sigue en el gremio; hoy trabaja en su casa, tiene un pequeño taller en el que es dueña y única empleada, y no pierde la esperanza de volver a tener su propia fábrica. Tozuda, mi vieja...

Y linda. Tan linda es, que salió Miss Alberdi allá en Rosario, cuando tenía veinte años. Vieran la foto... nada, nada que envidiarle a las bellezas de su tiempo, ni a Sofía Loren, ni a la Bardott, ni a la Lollobrígida. La corona que la Miss luce en el retrato, de cartulina con lentejuelas pegadas, no alcanza a desmerecer su glamorosa belleza, aunque señala que el barrio no era de lo más “caté”... pero no se lo digan, porque se ofende.

Si tuviera que elegir, de entre tantos, un recuerdo querido de mi infancia, elegiría el más viejo: mamá leyéndome un cuento, siempre el mismo, que antes de los tres años me aprendí de memoria de tanto escucharlo: “Galopito era un potrillito que, ico, ico, llevaba a pasear a los animalitos del bosque. Pero un día...”. El impulso apremiante de dar vuelta la página para ver como siguen las historias, las de los libros, y a veces las de mi vida, las que releo por décima vez y las nuevas, no me abandonará jamás. Eso no tiene precio, y se lo debo a mi mamá. ¡Feliz día, vieja! Eso sí, no protestes si me olvidé de algo, que tantas virtudes tuyas no caben en un artículo como éste...

(Publicado en El Zonda de San Juan, en mi columna Peperina Exprés)

viernes, 10 de octubre de 2008

Globali...¿qué?

Esto de estar sin trabajo es como un parto en cámara lenta. Es más, alguien tomó el control remoto, apuntó hacia mi imagen, puso la pausa y me dejó congelada justo en medio de un pujo, con el jadeo atragantado y un grito a medio brotar. Así me siento, le juro. Paralizada en plena agonía.

Como ya no me queda ni media neurona sana, busco ideas de prestado para reconvertirme y transformarme en mi propia empresa, que es lo que debemos hacer los desempleados, según dicen los que saben. En esa búsqueda a ciegas, cayó en mis manos una revista femenina editada, por supuesto, en Buenos Aires. Y ¡Aleluya!, nota de tapa: “Mil ideas para crear su propia empresa”. Ávida de efectivo y de soluciones, me aboqué a la tarea de leer las cinco páginas con toda la apertura mental que mi desesperación me permitía. Les cuento lo que encontré:


1) Peluquería canina a domicilio: “Sólo” se necesita una trafic equipada para bañar perros, o sea con instalación de agua caliente, secadores de pelo, ¡y nada más!. Claro, eso puede andar si uno vive en Buenos Aires. Acá donde YO vivo, en Río Ceballos, cada quien baña su perro... cuando lo baña. O el perro se va al río y se baña solo.


2) Viandas para frizar de comida naturista. ¡Que negocio! En Barrio Norte, porque lo que es acá, donde yo vivo... debe haber uno o dos freezer en todo el pueblo, y la comida es naturista, eso sí, nada envasado: mate y criollos mañana, tarde y noche.


3) Servicio a domicilio de... ¡ ordenamiento de placares! Una paquetería: por la módica suma de $ 200, una persona viene a ordenarle su placard y le vende un montón de cajitas primorosas y de bolsitas perfumadas. Justo para mi pueblo ese negocio, placares desordenados debe haber a montones, pensé primero... pero gente dispuesta a pagar esa fortuna, dudo que haya, pensé después.


4) Servicio de lunch para cumpleaños infantiles: que quiere que le diga, en los últimos diez cumpleaños a los que asistí el menú autóctono estuvo compuesto por papitas, saladitos, panchos, pizza, jugo y torta. Al margen del poder adquisitivo de los anfitriones, acá el menú fijo es ese. ¿Lunch? ¿Qué es eso?


5) Reciclado y venta de muebles antiguos: y claro, allá “reciclan”, pensé al borde del llanto. Porque lo que es acá... rejuntamos, nomás, amontonamos cachivaches.


6) Digitopuntura a domicilio: si, y reiqui, y masajes con aceites esenciales, y toda una gama de opciones antiestrés que los porteños deben estar acostumbrados a pagar con gusto, pensé. Porque lo que es acá, cuando estamos algo locos nos vamos a caminar por la orilla del río y si no se nos pasan los nervios, paciencia.


En fin, que ni una sola de las ideas me sirvió. Porque es como que hay dos mundos, el mundo globalizado, el mundo de allá, donde se editan las revistas, donde uno puede reconvertirse en su propia empresa... y el mundo de acá a la vuelta, el de tierra adentro, donde ya no nos queda a quien venderle pastelitos, empanadas, dulces caseros ni pastafrolas. Ni hablar de bañar al perro ni de ordenar los placares, que para darse esos gustos hay que tener mucha plata.

* * *

Cuatro años pasaron desde que escribí esto para mi columna del Zonda, y acá estamos de nuevo al borde de la inflación, la recesión y la devaluación. Y a mí esto de la crisis global me da pavura, me agarra como un ataque de delirio apocalíptico y empiezo a hacer ridiculeces como economizar fósforos, comer cosas crudas para ahorrar gas y barrer menos para no gastar la escoba. Mi amigo JT, que sabe de estas cosas porque ha vivido mucho, intenta tranquilizarme por mail diciéndome que no me preocupe por el futuro porque en el largo plazo todos vamos a estar muertos, frase que me desespera porque a mí lo que me importa es el corto plazo y lo que tendré que hacer para llegar a fin de mes. JT insiste, dice que la vida es una sucesión de imprevistos, que hoy estamos arriba y mañana abajo, que la economía es cíclica y que siempre que llovió paró, y yo coincido con él hasta que enciendo el televisor y veo que las bolsas del mundo se desplomaron; ahí me vuelve a atacar el delirio apocalíptico y corro a comprar fideos, arroz, latas de arveja, jabón en polvo y papel higiénico antes de que dólar se vaya a las nubes.

Después, claro, me pongo a pensar en cómo puede ser que algo tan intangible como la bolsa de Tokio pueda hacer tambalear la economía de alguien que vive en Río Ceballos y nunca en su vida compró o vendió acciones de nada. O cómo puede ser que en Estados Unidos quiebren los bancos y sin embargo el dólar siga subiendo. O cómo puede ser que los gremios pidan aumento tras aumento mientras las empresas empiezan a pensar en reducir su personal. O cómo puede ser que...

Y cuando la cabeza no me dá más, porque no entiendo nada, salgo al jardín, reviso mis plantitas de tomate y de pimiento, me fijo si ha brotado alguna semilla de calabaza, le doy ánimo a la lavanda que trasplanté para ver si resucita, y me siento en un tronco a mirar las sierras. A mis pies, las hormigas pasan como una caravana de veleros acarreando trocitos de hojas y flores, algunos varias veces más grandes que sus cuerpos. En el cielo, un jote vuela en círculos morosos mientras una pequeña bandada de palomas se posa en los cables de la luz y un colibrí va y viene en mi madreselva. Y ahí entiendo que sí, que como dice JT, no hay que preocuparse por el futuro. Hay que vivir, nomás; el resto, Dios dirá.

Además, no hay que preocuparse por el futuro ¡porque es igualito al pasado! Como dice el tango, veinte años no es nada... y treinta, cuarenta o cincuenta, tampoco!




sábado, 20 de septiembre de 2008

Primaveras que no volverán

Llega septiembre y me ataca la nostalgia. Es comprensible: con cuarenta y pico largos, todavía tengo memoria, y con las primeras flores y las primeras alergias me acuerdo del día del estudiante, de los picnic, de los campeonatos entre colegios...

Recuerdo especialmente un 21 de septiembre: el de 1976. Cuarto año, Escuela Superior de Comercio Mariano Moreno de Río Ceballos, el dique La Quebrada casi a estrenar, las siete de la mañana y nosotros, de remera, gorrito estilo “Piluso” y zapatillas de lona, rumbo a la cascada de Los Hornillos. La caminata fue inolvidable, principalmente para mí: “¡Seguí la huella!”, me gritaban los que iban adelante, que eran todos menos yo. Como buena rosarina criada en asfalto no veía nada a mi alrededor parecido a un sendero, ni siquiera un mísero caminito de hormigas. Cuando ya no sabía para donde agarrar, me sentaba en el suelo como chico empacado a esperar que alguien notara mi ausencia y se volviera a buscarme, cosa que hicieron unas ocho veces, más o menos.

Luego de atravesar media provincia (o así me pareció), de clavarnos espinas ponzoñosas, de avistar un par de víboras y tres iguanas y de cruzar cincuenta veces el mismo río, resbalándose la que suscribe en cada piedra húmeda que pisaba, llegamos a la cascada, tomamos un rato de sol y nos dispusimos a almorzar. De bolsos varios (las mochilas no eran moda todavía) brotaron, amorfos y/o despanchurrados, los “sánguches” de milanesa de rigor, varios pebetes de jamón y queso, alguna que otra empanada, porciones de pascualina, bollos de pan francés, rodajas de bondiola, salame y mortadela, y la estrella de todo picnic que se preciara: ¡los huevos duros! De postre, frutas; nada de vino, gaseosa en botella de vidrio que después teníamos que acarrear de vuelta, no porque fuéramos ecologistas sino porque al envase lo cobraban caro.

La sobremesa larga y fiacuda, adormecidos como lagartos sobre las piedras calientes, y un pequeño percance cuando uno de los chicos, por querer hacerle una broma a una de nosotras (cuyo nombre me llevaré a la tumba pero que empieza con C), le tiró de la toalla que tenía enroscada alrededor del cuerpo y junto con la toalla vino el corpiño de la bikini. El Negro se puso blanco de la vergüenza, literalmente; un “¡bol.....o! masculino hirió el aire desde un costado y cayó un sopapo ídem desde el otro, porque eso sí: los varones nos defendían como si fueran nuestros hermanos, aun entre ellos.

Nos pegamos la vuelta como a las cuatro porque queríamos ir a una fiesta en un colegio de Unquillo, donde había concursos de baile y elegían reina de los estudiantes. Para esa hora, ya se empezaron a sentir los primeros efectos de un mediodía al sol: los más claritos teníamos la cara ardida, y los vaqueros nos raspaban sin piedad las piernas chamuscadas.

Ya en Río Ceballos, la candidata a reina fue a su casa a bañarse y “producirse”, como se dice ahora. El resto, tal como estábamos, oliendo a Sapolán Ferrini, tierra, agua de río e anche algo más, seguimos viaje hacia Unquillo, donde ganamos el concurso de rock y nuestra reina salió princesa, nomás.

Y eso fue todo. Ni Carlos Paz, ni megarecitales, ni caravanas de autos y colectivos, ni cientos de litros de vino y cerveza confiscados por la policía. Nos divertíamos con poco en Río Ceballos, allá por 1976: nos alcanzaba con estar juntos, compartir un rato al sol, contarnos los sueños, cantar a coro un tema de Sui Géneris... y comer huevos duros porque en mis tiempos, para que sepan, la gente comía esas cosas porque eran alimenticias, la bulimia y la anorexia no existían, y si existían no nos habíamos enterado, y mamá tenía derecho a meter mano donde quisiera para velar por nuestra salud, hasta en la vianda para el picnic.

(Publicado en mi columna Peperina Exprés, del diario El Zonda de San Juan, y en La Voz del Interior)

En memoria de aquellos buenos tiempos...

domingo, 14 de septiembre de 2008

Lo que cuesta un amante en Río Ceballos


“Está duro el mercado del usado” es lo que dicen las mujeres de mi edad cuando se les pregunta por su vida sentimental. Si pasados los cuarenta no se tiene la dicha (o la desgracia, depende) de tener un marido cama adentro, no quedan más opciones que asumir la soledad y tratar de pasarla lo mejor posible en compañía de una misma, el gato, los libros y el potus... o tener un amante, esto es, un señor que es casi un novio, pero a escondidas.

Lo que nadie sospecha son los costos de una y otra opción. La soledad pareciera más barata, económicamente hablando. Una puede salirse del presupuesto con unos bombones, un par de zapatos, una ida al teatro, una plantita nueva. Salvo que, como algunas, sea compradora compulsiva. Pero tener un amante... puede costarnos “más caro que una francesa”, como decía mi tío Diego.

Y ni le cuento si una vive en Río Ceballos, y es invierno. Para muestra, aquí va la transcripción casi textual, letra más letra menos, de las andanzas de una de mis amigas:

“Después de dos meses sin poder vernos porque tenía roto el auto, porque se le enfermaron los chicos, porque estaba tapado de trabajo y demás porqués, quedamos en que venía el sábado a las cinco de la tarde. Yo, por supuesto, no tenía un centavo, ni leña ni querosén, y la casa era un iglú. Durante la semana ni me doy cuenta porque llego tarde y me acuesto enseguida; pero cuando viene gente tengo que prender la estufa, mejor dicho las estufas, porque con el hogar solo no hago nada. Le tuve que pedir plata a mi viejo, y anotá: cincuenta pesos entre leña y querosén, más unas empanadas por las dudas se quedara hasta la noche, y un vinito, más las facturas para el mate, más un desodorante para el baño, más un par de lamparitas para el living, que se me habían quemado... cien pesos, me gasté.

Al mediodía prendí las dos estufas, así que para las cinco el living estaba cálido y el dormitorio también. Acomodé la alfombra frente al hogar y cambié las sábanas, prendí varios sahumerios, puse música... Como a las seis me llama para avisarme que vendría después de las ocho porque recién a esa hora le iban a entregar el auto, que estaba en el taller. De las cinco a las ocho son tres horas derrochando combustible. Llegó a las diez con una torta helada, una botella de champán y toda la buena onda del mundo. Yo llevaba cinco horas quemando plata, literalmente, pero no le dije nada porque para escuchar quejas con su mujer tiene bastante. La bruja es ella, no yo.


Claro que valió la pena... nos pudimos sacar toda la ropa, y nos pasamos la noche como en la canción de Charly: ¡yendo de la cama al living!”


Gracias a las confidencias de mi amiga, descubrí que tener un amante en Río Ceballos y en invierno cuesta la módica suma de ¡cien pesos cada vez que viene!, más o menos. Si a esto le sumamos la inversión inicial que nos demanda la primera visita del susodicho (ropa interior nueva, sábanas y toallas nuevas, etc.) y los gastos de mantenimiento (tintura, depilación, provisiones surtidas en la heladera, etc.) la cifra se incrementa notablemente. Si el caballero en cuestión es cumplidor y viene todos los fines de semana, o todos los lunes, o cuatro veces al mes el día que a él le quede cómodo, necesitamos un sueldo extra para conservarlo.

Se acabaron las épocas gloriosas en que los novios y amantes nos llevaban a cenar, a bailar y a terminar la noche en “un lugar más íntimo”, como solía decirse. Ahora, somos nosotras las que tenemos que demostrar solvencia: tener casa propia o alquilada donde no viva nadie más que una, y además un buen trabajo, nos permite darnos el lujo de tener un amante a domicilio. No dependemos del hombre para ir a ninguna parte: el escenario y el menú lo ponemos nosotras... ¡y lo pagamos nosotras, también, que tanto!.

El orgullo femenino gana adeptas día a día. Si antes se tenía un amante para que aporte lo suyo y la mujer se consideraba a sí misma como una mercadería que debía venderse cara, ahora nos fuimos al otro extremo, y algunas ya ni aceptan que les paguen un café. Personalmente prefiero el término medio, y no comparto ni la absurda pretensión de que nos mantengan ni la insalubre costumbre de mantenerlos nosotras. A la hora de consensuar, si él trae el vino yo pongo el postre, y si él pasa por la rotisería y trae la cena, no me opongo, y si me invita a comer afuera, menos que menos, y si me quiere pagar la luz, los impuestos y el teléfono, bienvenido sea.

Digamos que: no pido, con lo que mi orgullo queda a salvo, pero acepto con gusto lo que me ofrezcan, con lo que mi presupuesto también queda a salvo.

Y no es que sea interesada, sino que no podría negarle a un hombre la posibilidad de sentirse masculino mediante el ancestral (y mágico) recurso de esgrimir la billetera. Si durante cientos de años el hombre fue el “proveedor” y se sintió cómodo en ese rol, ¿con qué derecho le cambiamos los papeles, sumiéndolo en una crisis de identidad de la que no sabe cómo salir? Con su nefasta consigna de compartir gastos, lo único que han logrado las feministas es que los hombres se vuelvan flojos, calculadores y mercenarios y que no nos conviden ni un mísero helado.

En cuestiones de dar y recibir, cada uno es dueño de hacer lo que más le guste. Pero eso sí, queridas compañeras de infortunio: los números hay que hacerlos con la cabeza. Las que prefieren hacer el amor a lo grande, sauna y yacuzi incluido, no se entusiasmen con la tarjeta. No vaya a ser que empeñen hasta el aguinaldo del 2010 para darse un gustito de vez en cuando. Eso no. Porque una cosa es ser independiente y otra es tener un amante a cualquier precio, poniendo en riesgo la economía doméstica o renunciando al arreglo del techo, a los anteojos para ver de cerca, a la mamografía, al dentista o a una cocina nueva.

¡Recuerden, chicas, que los amantes pasan pero una queda, y la casa también! Y que el tiempo hará estragos en ambas, tarde o temprano, así que mejor guardar para el futuro ese dinero que hoy, sin darse cuenta, algunas dilapidan en nombre del placer. Al César lo que es del César... y al amante lo que se gane con el sudor de su frente, ustedes me entienden.

* * *

Esto también es de Peperina Exprés, mi columna de cuando escribía en El Zonda de San Juan. Tuve que actualizarle los números, porque para desgracia de las mujeres de Río Ceballos, a valores de hoy... ¡tener un amante nos cuesta el doble que hace dos años! ¡Hasta en eso se nota que el INDEC miente!


viernes, 5 de septiembre de 2008

Mate y amigos

Confieso que no soy matera “de alma”. En un principio, mi relación con el mate estuvo signada por la opinión de mi abuelo andaluz, que despotricaba contra lo que, según él, era una costumbre de lo más antihigiénica; en su defenestración de la bombilla se mezclaban sus prejuicios con las más elementales verdades médicas, sin distinguir entre unos y otras. Tal era su convicción que sólo se tomaba unos amargos con mi abuela o con mi mamá, no sin antes hacerles despintar los labios.

Pero más allá de mi abuelo Diego, yo quería ser escritora y el mate no encajaba con la idea que me había hecho de los escritores. Los escritores tomaban café en los bares. El mate no era romántico, el café sí; no había ningún tango que se llamara “El último mate”, y lo de “ni yerba de ayer secándose al sol” era muy poco glamoroso. Y no me lo imaginaba a Borges tomando mate, ni a Silvina Bullrich, ni a Cortázar... Mi adolescencia fue, entonces, una ingesta panfletaria de tazas y tazas de Nescafé hirviendo, que no me convirtieron en escritora pero sí me dejaron el estómago listo para la gastritis que vendría después.

No es que no tomara mate; no le había tomado el gusto, que es distinto. Hasta que allá por el 79, empecé a visitarlo al Flaco Olivieri. El Flaco era un amigo como diez años mayor, casado y con dos nenas, y su casa un reducto al que se podía caer a cualquier hora. El Flaco abría la puerta medio despeinado, decía “pasá”, ponía la pava al fuego, llenaba de yerba el jarrito enlozado, y con esa misma yerba tomábamos pavas y pavas de agua caliente con gusto a peperina. No importaba si alrededor de la mesa éramos tres o diez, ni si María Teresa, su mujer, se demoraba hablando y trancaba la ronda. No importaba que fuera invierno o verano, las dos de la tarde o las cinco de la mañana. Esos mates, lavados y dulces hasta lo imposible, tenían el sabor de su hospitalidad, y de mi rebeldía: por ese entonces, yo era una nena bien que jugaba a ser pobre en lo del Flaco, sin sospechar siquiera la que se me venía encima.

Ahí empecé a asociar el mate con la amistad.

Después vinieron otros tiempos, otros amigos, y con ellos, otros mates. Como los de Elsa y Robin, que fueron los mates de la hiperinflación, de las angustias compartidas, de la felicidad cuando nos iba un poco mejor y podíamos comprar facturas, los de las ganas de amucharnos junto al hogar para que el invierno se hiciera más corto, los de las tardes bajo el paraíso de la vereda; mates que fueron, y siguen siendo, los de las horas en que la incertidumbre por el destino propio y el del país nos tiene anclados en esa inactividad que invade el cuerpo y el espíritu cuando uno se desanima. Hubo muchos mates buenos, también, no vaya a creer: los del “non calentarum, largum vivirum”, filosofía que nos hacía reírnos de lo que fuera, aunque sea por un rato.

Y están los mates de la Cris Márquez, a orillas del Mal Paso y con galletitas con picadillo que ella me prepara con su ternura nutricia; los que me tomo a veces con Víctor mientras inventamos algo en la computadora; los que ceba mi hija cuando está inspirada, uno por hora porque es algo dispersa, pero que son un compendio de meticulosidad: la bombilla acá, el agüita allá, el yuyito por este otro lado...

Los mates de mi vida poco tienen que ver con esa infusión verde que se toma por costumbre y que se le ofrece a todo el mundo. Los mates que comparto con mis amigos, cebados siempre por ellos porque yo no sé cebar, son un refugio ante las contingencias de la vida, un abrazo que sostiene cuando todo se derrumba alrededor, un guiño cómplice, y por qué no, una manera de pedirles que me quieran y de recibir su amor. Sigue gustándome el café, pero a la hora de poner el corazón sobre la mesa... venga un mate.

(Publicado en Revista Ayllu - Río Ceballos)

sábado, 30 de agosto de 2008

Apología de los pelados


Hoy tomo la palabra en defensa de esos nobles caballeros que, aceptando su destino, caminan por la vida sin nada que decore sus cabezas. Me refiero a los pelados que se asumen como tales.
Un pelado asumido es como un himno a la virilidad. Fíjese usted, si no, como camina. Tiene el porte soberbio de un noble de rancia estirpe, la mirada desafiante de un gladiador romano y la belleza adusta de una estatua griega.
“El pelado” es un hombre de armas tomar. Un tipo que va al frente, que no oculta sus miserias.
Un superhéroe capaz de las hazañas más inverosímiles: hay que ser muy valiente para enfrentarse a un madrugón de cinco grados bajo cero con las orejas al aire y el cerebro casi, casi, al descubierto. O para calcinarse bajo el tórrido sol del mediodía , sintiendo el crepitar desesperado de los sesos bajo el cráneo al rojo vivo. “El pelado” está limpio de pecados capilares. Su aura brilla, al igual que su cabeza, como la de un infante recién bautizado. Nada de quinchos, jopos truchos ni pelos acomodados con sustancias pegaminosas. “El pelado” es un rey, y como tal, no acepta más corona que su propia dignidad... o un gorrito de lana, a lo sumo.
Cuando “el pelado” se lanza a la conquista no anda mariconeando haciéndose reflejos, baños de crema ni rastas. Lanza en ristre y calva al viento, arremete como heroico Quijote sin más casco ni plumaje que su masculinidad. ¡Y siempre gana!
Mujeres argentinas: un ejército imbatible de pelados nos espera. No conocen la histeria, son mimosos, masculinos, y no gastan en shampú ni nos disputan el cepillo para brushing. Y con sólo dejar que una de nuestras manos resbale por su testa mientras le mordisqueamos una oreja, sabremos lo que es tener a nuestras plantas rendido un león. Sin melena, el león, pero ¿a quien le interesa ese detalle?.
(Permítame una recomendación: si usted jamás acarició a un pelado, para que no se note esa falencia ensaye desde ahora. Para ello, flexione la pierna izquierda a 45 grados y frótese la rodilla hasta sentir un cosquilleo sensual en la palma de la mano. Cuando encuentre al “pelado” de su vida, este aprendizaje previo le puede resultar de mucha utilidad para vencer ese escozor que nos produce lo desconocido.)
Pelados argentinos: no se dejen tentar por charlatanes que les prometen el oro y el pelo: manténgase impasibles y ecológicos, sin conservantes y sin entretejidos. Y recuerden que el hombre es como el oso, cuando más feo más hermoso...
Que el oso sea peludo, es otra historia. Y no viene al caso.

Internet es de todos, pero los textos son del autor. Citemos las fuentes.

martes, 19 de agosto de 2008

La madurez


Hace unos meses hice un descubrimiento: eso que habitualmente llamamos “madurez” es como un hongo pegajoso y gris que va aflorando a medida que nos descascaramos por dentro y por fuera. El flagelo en cuestión está al acecho día y noche, esperando la ocasión para dominar nuestra voluntad, anquilosar nuestras ilusiones y convertir nuestras neuronas en fósiles. Decidida a no darle la más mínima ventaja revisé mis revoques internos y externos, y luego de comprobar que la “madurez” no tenía por donde atacarme, continué con mi plácida existencia.

Bastó un simple descuido y de repente el monstruo estaba frente a mí, amenazante, intentando convencerme de que debía ser “madura”, dejarme de embromar con la literatura y dedicarme a cosas más rentables.

-¡Vade retro! -le dije, esgrimiendo una lapicera- si para madurar tengo que renunciar a lo que más me gusta ¡pues seré una inmadura toda mi vida.

El perfil de persona "madura", para nuestra cultura occidental, es el de alguien aburrido, absolutamente sensato, imparcial, sosegado, que ha llegado al punto más alto de sus capacidades físicas e intelectuales, y que en cualquier momento empieza a declinar y se echa a perder. Como una fruta. Madurá, le decimos al hijo amante de la aventura que se olvidó de anotarse en la facultad porque se fue de campamento con sus amigos. Madurá, le volvemos a decir cuando se pelea con su novia de la adolescencia, se engancha con una ecologista y se va a despetrolar pingüinos en lugar de rendir las tres materias que le faltan. ¡Madurá! le insistimos cuando cambia de trabajo, no por un mejor sueldo sino por más tiempo libre.

¡Madurá! le gritamos con desesperación, cuando decide abandonar su promisorio futuro como abogado y se va al sur a cultivar frutillas.

Y de tanto insistir, nos la creemos: una persona madura no hace esas cosas. Una persona madura siempre razona, siempre hace lo que conviene, no se rebela, no hace locuras. ¿Es eso la madurez? ¿El último peldaño, y de ahí en más un salto hacia la nada eterna? ¿Un espacio donde está todo dicho y todo concluido, algo así como el "final de obra" que dan los arquitectos, y si a uno le quedaron unos cuantos cerámicos torcidos a joderse, que ya no tiene arreglo? Y después de la madurez, ¿qué? ¿Los gusanos?

Todavía estoy verde para eso. Mi mente aún retoza entre miles de utopías y mi cuerpo me acompaña con la misma pasión, aunque no con la misma resistencia de años ha, por desgracia. Confieso que después de una jornada de sano esparcimiento (piense lo que se le antoje…) ahora me duelen músculos y huesos que yo ni sospechaba que existían. Y que antes no dolían. Y confieso también que empiezan a preocuparme temas como la vejez, el deterioro inevitable de mi humanidad, el futuro incierto y la jubilación. Y que me produce un molesto escozor el andar por el mundo así de incógnito, sin haber hecho aún nada notorio, trascendente... o escandaloso, al menos.

Si no es la madurez esa especie de momificación en vida que suponen algunos, ¿qué es, entonces? Luego de haber leído una buena cantidad de libros de autoayuda, de haber charlado largo y tendido con mis amigas, de haber desmenuzado y confrontado las opiniones de Osho, Bucay, y otros guías espirituales, y de haber meditado en soledad acariciando el lomo de mi perra, puedo afirmar sin temor a equivocarme que: “La madurez es la capacidad de asimilar nuestra existencia como parte del cosmos sin sentirnos el ombligo del universo.” Frase de mi invención, no se gaste buscándola en ningún libro de filosofía porque no la va a encontrar. Los filósofos no tienen tanto poder de síntesis.

Entre acumular años y saber madurar hay la misma distancia que entre juntar tierra debajo de la cama y tener un campo de 2000 hectáreas. No son las experiencias ni la edad, por sí mismas, las que otorgan madurez: es la intuición, la percepción de lo que nos rodea, de los otros y de nosotros mismos. La mirada implacable hacia adentro, hasta que duela, hasta sentir que aún hay cosas por hacer y por cambiar. La mirada hacia fuera, pura y maravillada como debió haber sido la primera mirada del primer hombre. El alma en paz, y al mismo tiempo abierta a todas las emociones; la mente abierta a todas las ideas, pero buscando el equilibrio; el espíritu dispuesto al dolor y a la alegría en idéntica medida. Y la piel palpitando debajo de la ropa, pronta siempre al abrazo, al consuelo, al frío y al calor.

La madurez, la verdadera madurez, es un estar “a punto”, listo para empezar, en el mejor momento para lo que uno esté dispuesto a permitirse. Y para eso, no hay edad.

Esto también es de Peperina Exprés, mi columna de "El Zonda" de San Juan de hace unos años. Y viene a colación porque a veces siento que estoy involucionando, que estoy cada vez más lejos de convertirme en esa persona "madura" que se supone uno debe ser cuando está pisando los 50. No es sencillo esto de andar todavía sin rumbo definido, sin un curriculum lleno de logros, viviendo al día y dejando que el tiempo pase como si no se fuera a terminar más, como si todo fuera eterno. No se lo aconsejo a nadie. Pero no puedo evitarlo: algo muy dentro mío me dice que lo que deba ser, será a su tiempo, y que de nada nos sirve apresurar el paso porque nuestra huella es apenas un rastro efímero, que se borrará ni bien sople el viento. Que la vida es apenas un puñado de sueños propios y ajenos, sueños que hay que defender con toda el alma. Que para tener más, tenemos que aprender a vivir con menos.

Sólo algunos predestinados dejan para la posteridad algo grande de verdad; el resto somos sombras en la noche, arena en el desierto, gotas saladas en el mar, o cuanto mucho, una flor colorida a un lado del camino. Nada más.

Y nada menos.

martes, 29 de julio de 2008

Cuando el dolor no puede ser ajeno

En 1976 yo tenía dieciséis años, vivía en Unquillo y mis únicas preocupaciones tenían que ver con el estudio, algún desengaño sentimental y las discusiones con mis compañeros de cuarto año para ver dónde nos iríamos de viaje de fin de curso. La política no era tema de discusión habitual en casa; yo simpatizaba secretamente con el peronismo, pero como mi papá era radical la cosa no daba para mucho diálogo. Que yo recuerde, en mi familia nadie militó en ningún partido; sospecho que mi abuelo español era franquista porque odiaba al comunismo, y mi mamá solía contar que cuando era jovencita se había tenido que afiliar al peronismo para conseguir trabajo, pero la participación política de los Fernández y González de quienes desciendo (que no tienen nada que ver con los que hoy están en el gobierno, esos venían en otro barco) terminaba ahí.

Mi entorno se parecía y se parece al de miles de argentinos: no tengo ningún pariente o amigo militar, ni represor, ni guerrillero, ni muerto en un enfrentamiento, ni desaparecido, y no sé si alguna vez estuve cerca de que me llevaran por error, o porque mi nombre estaba en alguna lista.

Pero aunque mi paso por la historia de los ´70 haya sido anónimo y silencioso, no por eso dejé de estar ahí. Sabía de los guerrilleros liberados por Cámpora, de un Perón que había echado a los imberbes de la Plaza de Mayo, de la triple A, de los artistas prohibidos, de la nefasta influencia de López Rega sobre Isabelita, de los incontables paros, del ERP, de los Montoneros, de las bombas que ponían, de los secuestros, de los enfrentamientos, y del miedo y la impotencia que provocaba en la gente común, la que no militaba en política y sólo quería trabajar y vivir tranquila, el no saber qué estaba pasando, por qué un grupo con ideas extremas, ideas que venían de afuera, quería tomar el poder. Porque el marxismo no era cosa nuestra; lo nuestro era el peronismo, el radicalismo, pero esos tenían las ideas del Che, de los rusos...

Y entonces llegaron ellos, los salvadores de la patria. Hombres que parecían incapaces de hacer algo que empañara su buen nombre y honor, y el de la institución que representaban. La “reserva moral” del país, en la que muchísima gente creía. Al parecer, mientras uno saliera con el documento en el bolsillo y no se metiera en nada raro, no había qué temer; lejos estábamos de imaginar que el concepto de “andar en algo raro” pudiera ser tan amplio como para abarcar a quienes hacían trabajo social en las villas, a estudiantes, curas, docentes, médicos, gremialistas y cuantos lucharan por un país más justo, aunque sólo fuera con la palabra.
Para cuando volvió la democracia, el descrédito de los militares era insoslayable pero no por sus violaciones a los derechos humanos, de las que nos enteraríamos con toda crudeza poco después, sino por otros motivos que ahora no vienen al caso. Recién con el informe de la Conadep se nos cayó la venda de los ojos y vimos lo que en su momento no supimos o no pudimos ver: que los militares, en su afán de “aniquilar” a la guerrilla, habían matado y desaparecido a miles de inocentes. Que la ética, la justicia y la legalidad habían sido pisoteadas por quienes se decían sus más acérrimos defensores.

Se juzgó a los responsables, se alcanzó a condenar a algunos, pero las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, más los indultos de Menem, echaron por tierra uno de los primeros logros de la democracia. Aunque tal vez tenía que ser así; tal vez eran necesarios casi treinta años para que toda la sociedad, y me incluyo, terminara de entender hasta dónde había llegado el puñal, hasta dónde toda una generación había sido primero mutilada, y después, despolitizada.

Hoy, más exaltados o sufrientes unos, más calmos y ecuánimes otros, todos sabemos lo que pasó.

También sabemos que el Estado debe actuar dentro de la ley: un guerrillero, o cualquiera que cometa un acto ilícito, debe ser juzgado y condenado, nunca desaparecido, nunca torturado, nunca enterrado en una fosa común. Tenemos leyes, tenemos una Constitución que hay que respetar.

Al amparo de esas leyes y esa Constitución, hace unos días el general Luciano Benjamín Menéndez fue juzgado y condenado a cadena perpetua por crímenes de lesa humanidad; cómo se habrán respetado sus derechos, que el presidente del Tribunal hizo retirar de la sala a una mujer que lo interrumpió mientras él, el acusado, hablaba. Escuché su alegato personal, en el que ni siquiera hubo un atisbo de autocrítica, y no pude menos que sentir pena por ese hombre viejo, con un rostro en el que ningún músculo dejó traslucir algo parecido a un sentimiento. Un hombre viejo que en pocos años morirá en una cárcel (o en su casa, qué importa) convencido, absolutamente convencido, de que se ha cometido con él una injusticia y sin haber entendido que hizo cosas monstruosas, de esas que a cualquier otro ser humano le habrían quitado el sueño por el resto de sus días. Un hombre viejo anclado en el pasado, con la mente y el corazón cerrados a la posibilidad de recibir el perdón humano y tal vez el divino: mal puede ser perdonado quien no reconoce ninguna culpa, y que no se arrepiente de nada.

Entre los que estaban presenciando cómo juzgaban a ese hombre viejo, había mujeres con pañuelos blancos en la cabeza que esperaban ansiosas, porque a ellas también se les va la vida, que se hiciera justicia por sus hijos muertos o desaparecidos. Una de ellas, Sonia Torres, lo dijo más o menos con estas palabras: "Que la justicia se apure, porque a muchas de nosotras nos queda poco tiempo". Como mujer, como madre, no puedo menos que entender a esas mujeres: si a mí me hubiera pasado lo mismo que a ellas, probablemente sería una de ellas. Sus hijos no tuvieron la posibilidad, que sí tuvo el general Menéndez, de ser juzgados; eso lo que hoy debe importarnos, si queremos que nunca más alguien deba esperar treinta años para que se haga justicia, para que un asesino pague por sus crímenes.

Y si de hacer justicia se trata, dejemos de escuchar una sola campana; si oímos varias, nos quedará claro que no todos los militares y policías fueron represores, asesinos o torturadores; que no todos los desaparecidos eran guerrilleros, hubo muchos inocentes; que una cosa es ser idealista y otra salir a poner bombas; que una cosa es tomar prisioneros de guerra y otra muy distinta torturar y desaparecer gente. Y que más allá de los errores y culpas de unos y otros, está el dolor de quienes han perdido a un ser querido en esa ¿guerra?, ¿revolución?, que tanto mal nos hizo a los argentinos: el sufrimiento de los familiares de policías y militares muertos en enfrentamientos y atentados no es menor que el de los familiares de los guerrilleros muertos y desaparecidos, o de tantos inocentes que cayeron en la volteada.

Y ese dolor no puede ser ajeno, porque podría ser nuestro. Cada uno de nosotros podría tener un padre, un hijo, un hermano, muerto en un enfrentamiento entre guerrilleros y militares, enterrado envuelto en una bandera y con todos los honores o en una ceremonia íntima, pero enterrado al fin. Pero también cada uno de nosotros podría tener un desaparecido en la familia. Piense por un momento, sólo por un momento, que podría ser usted el que busca a un hijo, a su padre, a su hermano, desde hace más de treinta años; que no sabe con certeza cómo murió ni dónde está enterrado, que no tiene una tumba donde llorarlo. Creo que es casi inimaginable, que sólo quienes lo han vivido en carne propia saben qué se siente, hasta dónde duele.

Si tratamos de entender el dolor del otro, si lo despojamos de su filiación política y lo vemos sólo como sufrimiento por el que no está; si dejamos de pensar que todo es blanco o negro y empezamos a reconocer los infinitos matices de gris que dan luz y sombra a la vida humana, le haremos al país, y a nuestros hijos, y a nosotros mismos, un favor enorme.

lunes, 21 de julio de 2008

Julio Cobos, mi mamá, el enano golpista y el ser nacional

Eran las 9 de la mañana del jueves 17 de julio, y yo estaba a punto de desayunar luego de una larga noche en la que no pegué un ojo: primero por quedarme a ver el debate en el Senado hasta el final y después porque no podía dejar de pensar en lo que había pasado. Madre, que vive enfrente, salió de su casa, cruzó la calle, subió la escalera y golpeó mi puerta. No había terminado de entrar, cuando me preguntó:

—¿Y ahora a quien van a poner de presidente?
—A nadie —le contesté.
—Pero perdió, se tiene que ir...

Madre es golpista: quiere que Cristina Kirchner se vaya, y no había manera de hacerle entender que no se iba a ir, que sólo le habían votado en contra una ley en el Congreso, que eso pasa en todo el mundo, todos los días, y los gobiernos siguen y no se va nadie. Y que hasta el 2011 ella va a ser nuestra presidenta, y que no es cuestión de andar sacando y poniendo presidentes, que a los presidentes se los elige votando. Cuando al fin lo entendió, respiré aliviada: ¡un golpista menos, en este país tan lleno de gente que quiere voltear gobiernos! Y sí, somos muchos. Los del Monumento a la Bandera el 20 de junio, los del acto en Palermo el 15 de julio, los diputados y senadores que votaron en contra el 17 a la madrugada y el lord desestabilizador mayor, el “más pior” de todos: el vicepresidente Julio Cobos. Somos demasiados, y por su fuéramos pocos se nos han sumado algunos oportunistas, de esos que nunca faltan cuando de conseguir réditos políticos se trata...

Fiel a su costumbre de tener la última palabra, madre insistió con que los que habían perdido tenían que irse y yo me quedé pensando que, salvando las distancias, ella estaba haciendo lo mismo que muchos analistas políticos y periodistas: reducir la cuestión a una contienda con vencedores y vencidos. Se habla de la “derrota” del gobierno como si la presidenta y su gabinete volvieran de perder en Vilcapugio y Ayohuma, cuando en realidad tuvieron un traspié legislativo que, dadas las circunstancias, era totalmente previsible. Pero el gobierno todavía está a tiempo de rehabilitarse frente a la sociedad: sólo tiene que hacer una autocrítica profunda y honesta, y escuchar las voces de los que intentan hacerle ver en qué está fallando.

También debe entender, el gobierno, que nuestra democracia está creciendo y ya no queremos líderes omnipotentes que nos traten como a chicos y nos marquen el rumbo con el índice en alto. Queremos ser partícipes, queremos empezar a hacer notar lo que nos gusta y lo que nos disgusta, queremos, los del interior, que los funcionarios nacionales no tomen decisiones desde allá sin conocer lo que pasa acá.

El enfrentamiento entre el gobierno y el campo, o como se quiera llamar lo que pasó durante los últimos cuatro meses, nos ha venido muy bien a los argentinos para aprender unas cuántas cosas. Hoy sabemos qué son las retenciones y cómo se aplican, que son los pools de siembra, qué se produce en las distintas regiones del país, qué diferencias hay entre un productor de la pampa húmeda y uno del noroeste, y hasta cuánto rinde la hectárea de soja en cada región. Sabemos, porque lo hemos visto funcionando a pleno, que el Congreso existe, es importante y tiene facultades que no debería delegar nunca más, porque es allí donde están representadas las provincias. Sabemos que, así como se les ha negado a los militares, con toda razón, el recurso de ampararse en la obediencia debida, no se les puede pedir a los senadores oficialistas que voten por obediencia partidaria en cuestiones que involucran a las provincias que representan. Y sabemos, también, para qué sirve un vicepresidente, porque convengamos que la mayoría teníamos la impresión de que era sólo el suplente del presidente, un adorno, casi.

Pero Julio Cobos pateó el tablero y nos demostró que a veces uno puede, y debe, disentir desde adentro, y que eso no es el fin del mundo. Si la presidenta lo piensa bien, su vicepresidente hizo por ella mucho más que todo su gabinete, y que su marido: le tranquilizó el país; los ánimos se distendieron como por arte de magia, y a casi todos nos invadió la sensación de que alguien, o algo, había recuperado el control de una situación que amenazaba con desbocarse.

¿Cobos es un traidor, un desestabilizador? ¿El país está lleno de golpistas? Mejor sería que en el Ejecutivo se dejaran de buscarle el pelo al huevo y de ver fantasmas donde no los hay: los que pensamos distintos no somos golpistas, sólo pensamos distinto, nomás.

Nos debemos una mirada crítica, los argentinos, y no sólo respecto a este conflicto sino a todo lo que pasa y ha pasado en el país.

¿Qué nos molesta de los Kirchner: que sean “zurdos”, o que gobiernen mal? A mí, poco me importa sin son zurdos, derechos o ambidiestros: quiero que hagan bien las cosas y espero que a su gobierno le vaya muy bien, porque entonces a mí también me irá bien. No me molesta, como a algunos, su defensa de los derechos humanos, ni la reivindicación de la memoria, ni que juzguen a los militares: la barbarie debe ser castigada. Pero también me hubiera gustado que estuvieran presos los jefes guerrilleros, que llevaron a tantos jóvenes a empuñar las armas por una “patria socialista” que la mayoría de los argentinos no quería. La generación de los 70 estaba llena de ideales: yo viví en esa época, y si bien era chica (nací en 1960) pude ver a muchos de los que tenían cinco, seis años más que yo, involucrarse con la gente y sus necesidades en las villas, en las escuelas, en el gremio. Se hablaba de política en las universidades, en las fábricas, en la calle, a tono con lo que pasaba en el resto del mundo. Pero algunos decidieron ir más allá, tomaron las armas y lo que vino después, en ese momento y en ese contexto social y político, era previsible: teníamos militares acostumbrados a cumplir órdenes y cuando se les ordenó aniquilar a la subversión, no escatimaron ningún recurso a su alcance, por ilegal o monstruoso que fuera; teníamos militares adoctrinados para ver comunistas hasta en la sopa, y a los que no vieron, los inventaron; teníamos militares acostumbrados a desalojar gobiernos, y bastante gente acostumbrada a pedirles que lo hicieran. Eso hemos sido, nos guste o no: los golpes militares no salen de un repollo, los gesta y los alumbra la sociedad, o una parte de ella. Creo que si la guerrilla hubiera tenido el suficiente apoyo popular podría haber triunfado, pero el argentino medio prefería que los fusiles los tuviera el ejército, que le merecía más confianza. No lo digo yo, lo dice nuestra historia: el comunismo, acá, no tuvo ni tendrá terreno fértil para echar raíces. Desde el más pobre al más rico, todos queremos tener lo nuestro, todos somos partidarios de la propiedad privada y de las libertades individuales.

Hasta 1982, fuimos un país con tradición golpista. Desde 1983, somos un país democrático: la letra entró con sangre, y hoy no hay ninguna posibilidad de que renunciemos a la democracia para dejar el gobierno en manos de los militares, ni de un dictador. Pero que seamos democráticos no significa que no podamos disentir con el gobierno; es más, lo saludable sería que controláramos mucho más a nuestros gobernantes, recordándoles constantemente que tienen la obligación de manejarse dentro de la ley y poniendo el bien común (común quiere decir “de todos”) por encima de sus postulados ideológicos.

Para que la democracia funcione bien debe haber independencia de poderes. ¿Por qué no creemos en la justicia? ¿No será que la justicia no está dando las respuestas que la gente necesita? ¿Por qué tenemos la sensación de que el Congreso no funciona bien, de que los legisladores no trabajan como deberían?

Para que la democracia funcione bien, los partidos políticos deben funcionar bien. Y no lo hacen: nuestros partidos políticos se atomizan por el exceso de personalismo, pero por sobre todo porque no hay internas y el que no está de acuerdo con las conducciones elegidas a dedo, tiene que armar su lista por afuera. ¿Quién lo eligió a Néstor Kirchner presidente del Partido Justicialista? ¿Qué interna ganó nuestra presidenta para ser candidata? ¿Cómo es posible que en cada elección tengamos varios candidatos del mismo partido, pero en listas distintas?

Última reflexión. Todos necesitamos que al país le vaya bien. Todos queremos lo mejor para el país. Todos queremos justicia. El que piensa distinto no es malo ni bueno por eso; está en la vereda de enfrente, nomás, pero mientras no empuñe un arma contra otro argentino, mientras cumpla con sus obligaciones, mientras sea honesto, mientras respete la ley, todo lo demás se puede discutir.

Sí, nos debemos una mirada crítica, los argentinos.

Este artículo también fue publicado en el blog "Democracia directa"

martes, 8 de julio de 2008

Flores de papel

Se llaman zinias, pero las descubrí como "flores de papel". Fue hace casi cuarenta años, cuando llegamos a vivir a Unquillo, a una casa que nos quedaba enorme sin serlo, sólo porque no estábamos acostumbrados a tanto espacio y mucho menos, a tener un jardín con árboles y flores.
Mi casa de Rosario era un viejo departamento de esos que ya casi no queda ninguno, y que estaban al final de un largo pasillo, larguísimo para mis seis, siete años. Uno de esos departamentos en los que el cielorraso se desprendía en trozos considerables, que al pegar contra el piso levantaban una nube de polvillo blanco que demoraba en asentarse. Uno de esos departamentos en los que las piezas no tenían ventanas sino puertas que daban a un patio de dimensiones mínimas, y que, para compensar la falta de sol, tenían altillo y terraza. Dos piezas, cocina, baño, patio, altillo y terraza, con un poco de buena voluntad, pueden albergar a un matrimonio joven con dos hijas pequeñas y una incipiente fábrica de zapatos, a saber: el aparado y cortado en el altillo, la máquina de rebajar cortes en el comedor/dormitorio infantil, la máquina de asentar, que hacía un ruido terrible, en la cocina, el armado en un mínimo lavadero que había junto a la cocina y que mi papá techó con chapas, y la "Paulina", la máquina de raspar suela y cepillar, que era la más sucia, en el patio, protegida en el hueco de la escalera. La terminación final y la puesta en caja de los zapatos la hacía mamá en el comedor, cuando ya no se usaba más la mesa y mi hermana y yo estábamos dormidas.
En esa casa había calor de hogar: estábamos todo el día juntos, y con semejante amontonamiento no había espacio ni para que se colara el frío. Cómo habremos vivido de bien, con ese bienestar que no lo da el dinero sino el amor, que hasta teníamos mascotas: nuestra terraza supo albergar un tero, dos patos, tortugas, y al Mishi.
El Mishi se vino con nosotros a Córdoba, prolijamente embalado en un cajón de verdulería. Después de unos meses en barrio Pueyrredón, en una casa más grande y nueva pero sin jardín, nos mudamos a Unquillo: tres dormitorios, garage, etc. etc., más 1400 metros de terreno, cuatro pinos, cuatro paraísos, dos aljibes, dalias, rosales, ¡pasto, muchísimo pasto! y flores de papel. ¡Todo eso era nuestro, y del Mishi! Y poco después de los perros de turno, y de las gallinas, y cuando se murió el Mishi de los gatos que siguieron.
Pronto descubrimos que tanta "opulencia" tenía su precio, y que para tener flores hay que regar plantas. Las dalias, que eran el desvelo de mi mamá, no podían pasársela sin agua. Menos mal que ahí estaban las flores de papel, para compensar. Eran de una belleza modesta y digna, con sus tallos y hojas ásperos; cuando se secaban se les caían los pétalos y quedaban todas las semillas juntas en el medio, y entonces las arrancábamos y las desparramábamos por los canteros para que siguieran naciendo plantitas nuevas. Había de todos colores: naranja, fucsia, rojo, rosa, lila...
A papá le fue muy bien, tanto que decidió remodelar la casa y con la desmesura que a veces lo caracterizaba, faltó poco para que la tirara abajo completa. Los cuatro paraísos cedieron su lugar a una cochera doble, y los cuatro pinos, a la pileta. Y nos quedamos sin árboles, y lloré por ellos; fue cruel verlos morir con las ramas tronchadas, indefensos como mártires. Las flores de papel, las arvejillas, las espuelas de caballero, los alelíes, las violetas, todas nuestras plantas casi silvestres, que se apretujaban a su antojo con las dalias y las rosas, dieron paso a plantas de vivero: petunias, pensamientos, un sauce de hojas enredadas muy presuntuoso, unas yucas pinchudas y mal llevadas y tres jacarandás escuálidos que se helaban todos los inviernos y no alcanzaban nunca a brotar con fuerza.
Mientras se hacían las reformas, habíamos vivido enfrente; cuando todo estuvo listo y pudimos mudarnos papá no volvió con nosotras (otra mujer...) y a la casa, que ya no era la misma, le costó seguir teniendo calor de hogar.
Después nació mi hija, y me trajo el sol. Y fue otro el camino, otro el desafío, otras las batallas, otros los premios; míos, sólo míos.
Entre adioses, desencuentros y responsabilidades, aprendí que cada vez que uno gana ciertas cosas pierde algo que en el fondo es más valioso, porque no tiene precio. Cuando se alcanza la fama, se pierde paz. Cuando se gana mucho dinero, o prestigio, se pierde libertad, porque el tener lleva implícito el miedo a perder lo que se tiene y eso condiciona. Cuando se está en la cima del poder, se pierde la perspectiva de dónde se está parado: sobre la misma tierra que los demás.
Nuestra casa de Unquillo llegó a ser una de las más codiciadas del pueblo, pero lo que para algunos era motivo de envidia para mí tuvo un precio demasiado alto: ya no estaban mi familia, ni mis pinos ni mis flores de papel, que se quedaron allá lejos, en la infancia, en esa época en que para ser feliz basta con sentirse dueño del pasto, de un árbol, del agua del aljibe, de la luz que entra por las ventanas.

sábado, 14 de junio de 2008

Papá Gordo


Yo tuve un papá gordo. Y un papá gordo es un señor papá, una no piensa en él como en un hombre que puede andar por ahí seduciendo mujeres con su pinta porque es todo papá, nació para papá, ya era gordito de antes de casarse como si presintiera su destino de papá. Tener un papá gordo es un premio de la vida, que sólo disfrutamos algunos elegidos.
Sabía hacer muchas cosas mi papá. Tallarines y ravioles, por ejemplo. Pero lo que hacía mejor era fabricar zapatos. Sabía elegir el cuero, cortarlo, unir las piezas, darle forma de pie y ponerle la suela. Y al final los guardaba en sus cajitas de cartón, separados por un papel de seda.
Quería a sus zapatos, mi papá. Eran su orgullo. Y cuando descubría en los pies de alguien un par de SUS zapatos se volvía más redondo, como uno de esos globos de piñata, esos grandes... su cara mofletuda sonreía, su espalda se estiraba, su panza se hundía un poco... y hasta era capaz de parar al caminante y preguntarle si le resultaban cómodos, donde los había comprado, y contarle que los había hecho él en su fábrica. Papá tenía clientes por toda la Argentina, y cada vez que pienso en los miles y miles de pares que fabricó en su vida, en los miles y miles de pies que caminaron por todo mi país con sus zapatos, hago mío su orgullo y me emociono. Y los extraño, a él y a sus zapatos, y al olorcito a cuero, y a la fábrica...
Yo tuve un papá gordo y una infancia feliz. Y zapatos. Si algo no me faltó, fueron zapatos. Y hechos por mi papá, con esmero y amor. Él inventaba máquinas sencillas, a veces sólo un trozo de madera de una forma especial, que hacían rápida y fácil una tarea tediosa o engorrosa. Era casi un artista, siempre puliendo su obra, buscando la manera de hacerla más perfecta. Mamá lo acompañaba "desde el llano", con un perseverante ir y venir de hormiga que hacía realidad la producción constante, los cien pares por día, o los mil, día tras día. Me críe entre zapatos, oliéndolos, mirándolos, tocándolos... Y viéndolos partir hacia Mendoza, Entre Ríos, Buenos Aires, Jujuy... a caminar la patria.
A caminar la patria.
Yo tuve un papá gordo que hizo muchos, muchísimos zapatos. Y con eso me alcanza para que su recuerdo sea humildemente grande. Como dicen los chicos: hasta el cielo de grande. Y con olor a cuero. Y plantilla con arco anatómico, y talón con refuerzo. Un recuerdo bien hecho.
* * *
Este es uno de mis textos más queridos. Lo escribí hace varios años, salió publicado primero en la revista Nueva y después en El Zonda de San Juan, y la respuesta de los lectores fue inmediata: gente de todas partes, de todas las edades, contándome sobre sus "papás gordos" y la bendición que significaba haberlos tenido.
Es que cuando uno escribe con el corazón, pasan esas cosas: el otro se anima a contar lo suyo, se siente apuntalado en sus convicciones, en sus afectos, siente que es parte de esa gran historia que se construye con la suma de las pequeñas historias, la tuya, la mía...
Hace 22 años que mi viejo ya no está; después de dos bypass, su corazón dijo basta antes de cumplir los cincuenta, en la madrugada de un 9 de junio. Durante mucho tiempo tuve miedo de olvidarme de su voz, de su mirada, de todo lo intangible, que no puede guardarse en una foto.
Pero los que han vivido más que yo dicen que no, que es al revés, que con los años los recuerdos se potencian y nos llegan cada vez más nítidos, más vívidos. Ojalá sea así; hoy, ahora, su voz, cuando la pienso, me llega desde lejos y muy débil, como si no bastara con mi esfuerzo para hacerla regresar. Y tengo miedo, sigo teniendo miedo de olvidarla.

viernes, 6 de junio de 2008

Los efectos terapéuticos del piropo

La semana pasada, o la anterior, se me ocurrió mandar uno de mis artículos de Peperina Exprés a EnPlenitud, una página de temas varios relacionados con la salud, la autoayuda, el humor, el turismo, y otros más, de la que suelo recibir un boletín en mi casilla de mails. No sólo lo publicaron (lo cual no es ninguna hazaña, porque publican todas las colaboraciones) sino que me escribieron, hasta el momento, tres mejicanos diciéndome que les había gustado mucho. ¡Oh maravilla!, me dije, ¡llegué hasta Méjico! ¡Albricias!

Ya sé que eso no quiere decir que yo sea popular como la Mastretta, o la Isabel Allende, pero me hizo feliz que me escribieran desde otro país. Ya sé que el texto salió en un espacio poco intelectual, pero salió, y es lo que de momento me importa: estar en alguna parte, además del blog, que la gente me lea, que me conozca. Estoy tan contenta con mis tres nuevos lectores, que acá va el artículo en cuestión:


Los efectos terapéuticos del piropomujeres piropos amor

Hace unos días caminaba rumiando mis pensamientos como quien mastica vidrio y buscando algo parecido a un centímetro de sombra, cuando al doblar una esquina me crucé con un hombre que me dijo un piropo. Primero desfruncí el ceño, que chirrió como una bisagra oxidada porque hacía un largo rato que lo tenía fruncido. Después estiré la espalda, sonreí, y dándome vuelta busqué al gentil caballero para darle las gracias, cosa que suelo hacer, indefectiblemente, cuando me dicen un piropo. Pero hete aquí que no lo había mirado, y si lo había mirado no lo había visto, y por lo tanto no pude identificarlo. Menos mal, porque de la gratitud hubiera sido capaz de abalanzarme sobre él, colgármele del cuello, hacer de cuenta que era Antonio Banderas y arrancarle la ropa a mordiscos en plena calle.
Con el ceño desfruncido y una sonrisa que llamaba la atención entre tantas caras largas, seguí mi camino meditando sobre los efectos terapéuticos del piropo y sus posibles aplicaciones contra el bajón psicofísico que está diezmando a los argentinos. Llegué a la conclusión de que, en el caso de las mujeres, este mal podría curarse de raíz con una dosis diaria de piropos, que nos ayudaría a recuperar la autoestima, nos levantaría las defensas y nos haría más resistentes a virus, bacterias, aumentos de precios, reducciones de salarios y otros males nacionales.
¡Y que sencillo sería! Cuando mucho, cada hombre debería decir por día unos diez piropos, y ni siquiera haría falta que fueran elaborados: un simple ¡DIOOSSSSA! dicho en tono admirativo, inclinando la cabeza y soplándolo cerca de la oreja de la bruja más horrible, obraría milagros.
Ni que hablar de esos dos clásicos cordobeses, el “MAMASSSA” y el “IEEEGUA” con que suelen castigar nuestros oídos los hombres de estos pagos, y que pasado el bochorno inicial, nos producen un pico de adrenalina que nos alcanzaría para brincar por los campos toda una tarde. Lo único indispensable es que todos los piropos fueran indiscriminados; esto es, dichos al voleo; no un tributo a la belleza sino más bien un acto de grandeza masculina, destinado a hacer brotar esa hermosura interior que, se supone, todas llevamos dentro.
Observen los resultados que se podrían obtener, según las dosis:
Con sólo un piropo diario, tendríamos la mirada más brillante durante el resto del día, el busto erguido por dos o tres horas y el andar majestuoso por varias cuadras.
Con dos piropos diarios tendríamos menos arrugas, soportaríamos las inclemencias del tiempo sin quejarnos, trabajaríamos cantando y volveríamos a casa con la energía necesaria para preparar la cena, postre incluido.
Con tres piropos diarios consumiríamos menos ansiolíticos y antidepresivos, gastaríamos menos en cosméticos, nuestro humor mejoraría notablemente y nos pondríamos mimosas cuatro noches por semana.
Con cinco piropos diarios dejarían de dolernos para siempre la cabeza y los ovarios, se nos borrarían las patas de gallo, se nos disolvería la celulitis y bajaríamos diez centímetros de cintura.
Y con una sobredosis de diez piropos diarios, seríamos capaces de levantarle la líbido de por vida hasta al más alicaído de los varones argentinos, lo cual ya es mucho decir. Rugiríamos como leonas, caminaríamos como panteras, tendríamos piel de pétalo, transpiraríamos con olor a sándalo y nuestro aliento sería fresco y perfumando como si masticáramos menta por toneladas. Nos convertiríamos en verdaderas mujeres maravilla, de esas que revolean camiones por los aires y destripan malhechores sin que se les despeine el flequillo ni se les corra el maquillaje, y todavía nos quedarían energías para bailar todas las noches la danza de los siete velos, como preludio a lo que vendría después.
Piensen, muchachos, piensen… con la mínima inversión de unos pocos minutos diarios y algunas palabras floridas dichas al azar, todos podrían tener esposas, amantes, novias, madres, hermanas, amigas e hijas maravillosas, alegres, sumisas y querendonas. Y por si esto fuera poco, piensen en los beneficios para el bolsillo masculino: si todas las mujeres recibiéramos nuestra dosis de piropos, no habría más compradoras compulsivas, ni sicoanalizadas crónicas, ni maniáticas de la limpieza, ni hipocondríacas. Las familias argentinas ahorrarían miles de pesos que podrían invertir luego en vacaciones, arreglos y reformas en la casa…
En fin, ¡si no me creen, hagan la prueba! Lo más que puede pasar es que algunas celosas se pongan locas, pero al hacer tan felices al resto de las mujeres, eso no cuenta. Además, ellas también recibirían sus dosis diarias así que andarían mansitas.
Señores, háganme caso, porque lo digo por experiencia: las puertas que abre un piropo en el corazón de la mujer, rara vez se cierran. Bombones, flores, diamantes, son bienvenidos, también. Pero un piropo… les juro que nos desarma, y que hasta la más arisca, aunque por fuera se haga la recia, al escuchar un “requiebro” siente cosquillas en el estómago y cascabeles en el alma.