Pero más allá de mi abuelo Diego, yo quería ser escritora y el mate no encajaba con la idea que me había hecho de los escritores. Los escritores tomaban café en los bares. El mate no era romántico, el café sí; no había ningún tango que se llamara “El último mate”, y lo de “ni yerba de ayer secándose al sol” era muy poco glamoroso. Y no me lo imaginaba a Borges tomando mate, ni a
No es que no tomara mate; no le había tomado el gusto, que es distinto. Hasta que allá por el 79, empecé a visitarlo al Flaco Olivieri. El Flaco era un amigo como diez años mayor, casado y con dos nenas, y su casa un reducto al que se podía caer a cualquier hora. El Flaco abría la puerta medio despeinado, decía “pasá”, ponía la pava al fuego, llenaba de yerba el jarrito enlozado, y con esa misma yerba tomábamos pavas y pavas de agua caliente con gusto a peperina. No importaba si alrededor de la mesa éramos tres o diez, ni si María Teresa, su mujer, se demoraba hablando y trancaba la ronda. No importaba que fuera invierno o verano, las dos de la tarde o las cinco de la mañana. Esos mates, lavados y dulces hasta lo imposible, tenían el sabor de su hospitalidad, y de mi rebeldía: por ese entonces, yo era una nena bien que jugaba a ser pobre en lo del Flaco, sin sospechar siquiera la que se me venía encima.
Ahí empecé a asociar el mate con la amistad.
Después vinieron otros tiempos, otros amigos, y con ellos, otros mates. Como los de Elsa y Robin, que fueron los mates de la hiperinflación, de las angustias compartidas, de la felicidad cuando nos iba un poco mejor y podíamos comprar facturas, los de las ganas de amucharnos junto al hogar para que el invierno se hiciera más corto, los de las tardes bajo el paraíso de la vereda; mates que fueron, y siguen siendo, los de las horas en que la incertidumbre por el destino propio y el del país nos tiene anclados en esa inactividad que invade el cuerpo y el espíritu cuando uno se desanima. Hubo muchos mates buenos, también, no vaya a creer: los del “non calentarum, largum vivirum”, filosofía que nos hacía reírnos de lo que fuera, aunque sea por un rato.
Y están los mates de
Los mates de mi vida poco tienen que ver con esa infusión verde que se toma por costumbre y que se le ofrece a todo el mundo. Los mates que comparto con mis amigos, cebados siempre por ellos porque yo no sé cebar, son un refugio ante las contingencias de la vida, un abrazo que sostiene cuando todo se derrumba alrededor, un guiño cómplice, y por qué no, una manera de pedirles que me quieran y de recibir su amor. Sigue gustándome el café, pero a la hora de poner el corazón sobre la mesa... venga un mate.
(Publicado en Revista Ayllu - Río Ceballos)
Bueno, yo no tomo mate, pero mis cafés tienen el mismo sabor que esos mates tuyos. Inclusive hubo una época, cuando mis hijos eran adolescentes, en que solía decirles:
ResponderEliminar- Cuando quieras una charla, sólo decime "tomemos un café", y yo sabré que algo está dando vueltas por tu mente y lo querés compartir.
No sé si lo recuerdan o es algo subconciente, pero todavía a veces aparecen por mi casa, proponiéndome un café, que siempre conduce por largos caminos de diálogo.
Un beso. Graciela
Yo leí ese relato mientras hacía uno de los repartos. Me emocioné como un boludo: El Flaco Olivieri era tío mio...
ResponderEliminarDesde aquella vez me prometí pasar, pero nunca más me caí por acá, porque me olvidé muy mal, preocupado por cosas más inmediatas. Ahora que lo leo de vuelta, aprovecho y te agradezco =D
Saludos!