Cuando yo era adolescente (1975, 76, 77...) estaban de moda
las tarjetas con poesías para regalar. Eran poemas como “Táctica y estrategia”,
de Mario Benedetti, y otros por el estilo: fáciles de comprender y con un
gancho directo al corazón. Poemas que ponían en palabras eso que muchos querían
decir, pero no les salía tan bonito.
El amor y la amistad se vestían de fiesta
en esas tarjetas, y también en afiches con imágenes de parejas abrazadas, o
paisajes, o animales, que servían de fondo para las poesías con que decorábamos
las paredes de nuestro cuarto.
Éramos románticos, todavía... y todavía la poesía era
sinónimo de sentimientos, y servía para expresar sentimientos.
Pero con el tiempo, las vanguardias fueron ganando terreno y
la poesía cambió. Los poetas se alejaron del amor, de las formas simples que
tanto le gustaban (y le siguen gustando) a la gente, y se volvieron
complicados.
El soneto, la métrica, la rima, quedaron obsoletos; en la
poesía moderna no hay moldes ni corsés, nada que obligue al autor al desafío de
jugar con sinónimos, metáforas, imágenes, para construir versos de ocho
sílabas, once, o catorce, que tengan sentido y conmuevan, o hagan pensar. El
hermetismo pasó a ser la regla de oro y la poesía se encogió, hasta convertirse
en un par de versos sin rima, ni ton, ni son, perdidos en medio de una página
que les queda grande.
De los miles de lectores que tenía en sus buenos tiempos la
poesía, hoy quedan cada vez menos y de los que quedan, la mayoría prefiere a
los poetas viejos, los que hablaban de amor, de emociones, del hombre y su paso
por la vida, del espíritu y sus grandezas y miserias.
Fue la nostalgia de esa época, y de aquellos poetas, lo que
me llevó a darle forma a mis tarjetas artesanales “Palabras de amor”.
Primero pensé en reciclar mis poesías, pero la mayoría son largas y necesitaba algo más corto, que pudiera entrar en una tarjeta. Además, ya no dicen lo que quiero decir hoy, porque las escribí cuando la frontera entre el amor, el dolor y la tristeza era indefinida y sufría más de lo que disfrutaba. Así que decidí escribir poesías nuevas, hechas a medida para las tarjetas, que cualquiera pudiera entender a la primera lectura y que pudieran servir para expresar sentimientos en estado puro, con amor y desde el amor.
Debían ser mensajes superadores: nada de celos, ni de dramas, ni de “sin vos mi vida no tiene sentido”, ni de “soy tuya, sos mío”. No, no y no. Quería que mis tarjetas fueran simples, sí, pero profundas, y que trasmitieran la idea de respeto por el otro, por la libertad del otro y por la propia libertad, que hablaran del perdón, de vivir el presente, del compromiso genuino.
Me enamoré de la idea, y la puse en marcha: papel Kraft grueso (color madera), flores de mi planta de lavanda, ramitas de pino de la casa de Pedro, mi vecino de enfrente, corazoncitos de lienzo o jean con un moñito de lana roja, sobres de papel madera... Diseñar el frente y el interior de las tarjetas y la portada del sobre, marcar el papel y cortar las tarjetas con tijera, secar las flores y las ramitas de pino durante unos cuantos días, hacer las muestras, imprimir la primera tanda, decorarlas, son tareas que a cualquier persona le hubieran llevado un tiempo lógico, pero que mi perfeccionismo casi vuelve eternas. Ochocientas pruebas de tipo de letra, márgenes, que la florcita acá, no, mejor allá, y le corto un milímetro del tallo, qué está largo, y este corazoncito es medio milímetro más grande, o más chico, y esta ramita de pino se la pongo a esta, no, a esta otra... Hasta que por fin, quedé conforme y estuvieron listas para llevarlas a la feria.
Y ahí vino lo mejor: la reacción de los que las leen, y lo que siento yo viendo la reacción de los que las leen.
Es largo, lo cuento en el próximo post.
Aquí están las tarjetas que tengo hasta ahora, a las que seguramente se irán sumando más. De las poesías viejas conservé una sola, que todavía me estremece el alma cuando la leo.
El año pasado no escribí casi nada, a pesar de que me
pasaron cosas importantes.
Es que a veces me ataca el complejo del escritor anómino y
pienso: ¿a quién le importa lo que escribo? ¿A quién le sirve, quién lo lee? Y
esas dos preguntas me quitan las ganas de escribir, me condicionan, porque lo
que tengo para contar no me parece lo suficientemente emocionante o genial como
para despertar el interés ajeno.
El complejo del escritor anónimo. Se me acaba de ocurrir
ahora esa definición, y creo que describe muy bien esa sensación de estar hablando
o escribiendo para nadie que me agobia cuando me comparo con escritores
famosos, esos que tienen blogs que leen miles de lectores. Bien hecho, eso me
pasa por andar comparándome con los demás.
Sea como sea, lo cierto es que el año pasado, el 2015, fue
un año intenso, que hubiera merecido muchos post en este blog. Pero no escribí
casi nada, y ahora me encuentro con que sí quiero escribir y no veo cómo
condensar en unas pocas líneas todo lo que viví, sentí y pensé, porque si me
explayo el resultado será un texto demasiado largo para un blog, por más que
sea el blog de una escritora.
Creo que voy a dividir todo lo que tengo para contar en
varias entradas, así los que lean no se duermen ni se cansan y yo no termino
con una tendinitis o una contractura en el cuello.
Primero lo primero. Desde abril a diciembre, cursé mi primer
año de capacitación en Coaching ontológico. Dicho así, suena solemne pero da
pie para que casi todo el mundo me pregunte: ¿coaching qué? ¿Odontológico?
¿Oncológico? ¿Qué es eso?
El entusiasmo me lleva a responder que es
algo que le hace mucha falta al mundo, algo que te abre la cabeza, el alma, el
corazón, que te hace descubrir cosas tuyas que no querías ver o no podías ver; es
una disciplina con un potencial impresionante para mejorar la calidad de vida
de la gente en todos los ámbitos, la familia, el trabajo, para ayudarla a
concretar sus sueños, lograr sus objetivos, comunicarse mejor con los demás y construir
vínculos más sanos; es una herramienta sensacional para mejorar el aprendizaje
y potenciar la creatividad y la curiosidad...
El coaching es eso y
más, mucho más. Durante el primer año de capacitación, hay que ponerle
el cuerpo para vivenciarlo y que se haga carne. No es fácil, porque implica
salir de la “zona de confort”, ese espacio personal que a veces no tiene nada
de confortable pero que nos resulta conocido y previsible. Cuesta abandonar la
orilla, el terreno seguro, para meterse en aguas profundas y a veces oscuras. Pero
vale la pena, porque después de atravesar tormentas uno puede llegar a
encontrar una playa paradisíaca, con arenas blancas y suaves y un mar increíblemente
azul.
Eso es lo que estuve haciendo en el 2015: navegando en aguas
profundas, metiéndome adentro de mi propio ser, sorprendiéndome, asustándome o
maravillándome con lo que encontraba en el fondo.
Pero no estaba sola. Durante todo el tiempo estuve
acompañada por otros navegantes tan inexpertos y temerarios como yo, y guiada
por un equipo de profesores-coaches que nos contuvieron con amor y firmeza.
Fue el inicio de un viaje extraordinario que me cambió la
vida, un viaje que recién empieza y que terminará cuando me muera. Un viaje de
ida, siempre de ida, un viaje imprescindible para ser la mejor versión de mí
misma y entregarle lo mejor de mí a quienes lo quieran recibir.
Durante el primer año incorporamos conceptos que nos
llevaron al autoconocimiento y la transformación personal. Temas como el poder,
el control, los enemigos del aprendizaje, el ego y sus trampas, el uso que
hacemos del lenguaje y cómo influye en la comunicación, en las relaciones
interpersonales y en los resultados que obtenemos (por citar sólo algunos, son
muchos más), fueron desmenuzados con la mente y asimilados con el cuerpo, los
sentidos, las emociones.
En el segundo año, aprenderemos a asistir a otros en su
transformación y en el logro de sus metas, y reforzaremos el marco ético y
filosófico dentro del que trabaja y vive el coach. Porque el coaching, más allá
de ser una disciplina o una profesión, es también un estilo de vida.
Será un año intenso, de eso no hay dudas... Pero cuando uno
le toma el gusto a la intensidad quiere más, quiere más desafíos,
más preguntas, más respuestas, más oportunidades de ser útil y de contribuir a
crear un mundo mejor.
¡Con mis compañeros vamos por todo, este año!
Por hoy, suficiente. Después sigo contando qué más hice en
el 2015, un año en el que escribí poco pero aprendí mucho... Les dejo un video muy clarito de Elena Espinal, master coach, para que se entienda mejor que es el coaching y que hace un coach.