martes, 19 de febrero de 2008

Maderas de Oriente (¿cuento?)


Imagine el lector la escena del crimen: viernes, reunión de amigas, once de la noche, los hombres de la casa deportados, diecisiete cuarentonas de diversos tamaños y en diversos estados de deterioro físico y mental... disfrazadas de odaliscas.

Metros y metros de gasa cayendo impúdicamente sobre estrías y flaccideces, baratijas tintineando en tobillos y muñecas, todo, todo colgando, telas, cadenas y carnes... y el humo de por lo menos veinte sahumerios dando el toque final a la parodia. Mucha comida árabe: kepe crudo y cocido, niños envueltos en hojas de parra, puré de garbanzos, y otras rarezas más de nombre impronunciable. Según la dueña de casa, nos tenía reservada una sorpresa para la medianoche.

“Mientras no sea un eunuco...”, dijo alguien, en medio de las risas de todas las demás.

A las doce y cuarto llegó la “sorpresa”. Una odalisca auténtica, con un traje de verdad, no un rejunte de trapos como los nuestros. El corpiño bordado con canutillos y lentejuelas sostenía como dos manos avaras el busto altivo, moreno y palpitante, tapizado por una piel de pétalo.

Del corpiño colgaban cientos de moneditas doradas. El vientre al aire, la cintura de raso, tersa y alerta, el ombligo perfecto como la boca de un mínimo embudo. En la cadera, una faja, también con lentejuelas y canutillos y moneditas, y de la faja hacia abajo paños de gasa multicolores, como pañuelos tomados de una punta y cosidos uno pegado al otro, dejando entrever dos piernas de estatua griega. Una diosa. Entró al living bailando como un demonio, oscilando hasta el último centímetro de su cuerpo en un ir y venir de ola, sonriendo y relajada como si zarandearse de esa manera infernal fuera lo más sencillo del mundo y ella lo hiciera desde la cuna.

Hizo un show de media hora. Para no morir de envidia, me concentré en tratar de descubrir que parte de su cuerpo intervenía en cada movimiento. Mi conclusión final fue la siguiente: si lo que mueve son músculos, una de dos, o a mí me faltan cien, o a ella le sobran doscientos. En cuanto al resto de las mujeres, la mayoría, como yo, se había parapetado avergonzada detrás de un almohadón o de un sillón, y no creo equivocarme al afirmar que si hubiéramos tenido a mano una pala, nos hubiéramos enterrado en ese mismo lugar, amortajadas con nuestros burdos trajes.

Y todavía faltaba lo peor. Al finalizar su danza, y levemente agitada, insistió en que bailáramos nosotras. Nos dio unas indicaciones, que la cadera viene para acá mientras la pierna gira para allá, y que las manos siempre como batiendo crema, y los hombros sueltos, y que los brazos para acá pero la cintura para allá, y que la sonrisa, y que los ojos hacia adelante, siempre mirando... ¡y la que te reparió! pensé al quedarme dura en una posición inverosímil, porque una articulación que yo ni sabía que existía se negó a obedecerme. Sobreponiéndome al dolor, volví a intentarlo. Eramos diecisiete entusiastas “Maderas de Oriente” (léase troncos, nomás) oscilando como amorfos secarropas mal cargados al compás de una música gangosa. Odio todo lo árabe, pensé, odio el pachuli,, el sándalo, las Mil y una noches, los odio a Alí Babá y a los cuarenta ladrones, odio a Simbad y Aladino, a los Tres Reyes Magos, a los camellos, odio el yoghurt, odio a Lawrence de Arabia, odio a toda la gente narigona del planeta. La odio a esta guacha que me hizo descubrir que me faltan músculos, me sobran años, y nunca voy a poder conquistar a nadie bailándole la danza de los siete velos.

Pero después de todo, una es una dama. Pasado el papelón de nuestra danza comunitaria, nos sentamos a seguir degustando los manjares y a brindar con un champagne nada oriental. Me acerqué a la odalisca decidida a entablar conversación, aunque debo reconocer que mi perverso objetivo no era otro que comprobar si tenía neuronas. Le pregunté, entre otras cosas, cuantas centurias calculaba ella que me harían falta para bailar como ella. Me miró como pensando “cuantos milenios, querrás decir” pero en cambio dijo con falsa modestia “... apenas unos añitos, no es para tanto, tené en cuenta que yo bailo desde los dieciséis y tengo veintiocho... además, soy profesional.”. Que guanaca, pensé. Son doce años. Dentro de doce años, yo tendría exactamente... cincuenta y tres, y nada en buen estado para mostrar ni para mover.

La impotencia tiene cara de mujer disfrazada de odalisca. La ruin envidia también.

Llegué a casa a las tres de la mañana. Tiré en un rincón el traperío infame con el que había hecho el ridículo toda la noche, con el único consuelo de saber que ni bien me levantara lo quemaría. Mi marido roncaba plácidamente. Me acosté sin hacer ruido, pero igual se despertó.

—¿Cómo te fue...? me bostezó en la oreja.
—Lindo, gordo... no sabés, había una odalisca...
—¿Mmmmsi?- me contestó, besándome el cuello. Es de los que se despiertan mimosos, el gordo.
—Bailó y todo, no sabés como bailaba...
—¿Mmmmmmmsiii? – me contestó, deslizando su beso por mi espalda – ¿bailaba lindo, che?
—Una diosa... – contesté, con un nudo en la garganta.

Y el gordo, mi gordo hermoso, que me conoce de cuerpo entero y hasta los puntos corridos del alma, que me intuye las miserias y me adivina las frustraciones, me tomó entre sus brazos, me besó los párpados, me acarició la nuca y me ronroneó al oído:

—Capaz que ella sea una diosa, no te lo niego. Pero vos sos MI diosa. ¿No te alcanza...?

Me dejó llorar un rato y después me hizo el amor. Con el cuerpo y con el alma, como él sabe, como aprendió conmigo. Me hizo el amor a mí, a mis cien músculos de menos, a todo lo que soy. Y porqué no, a todo aquello que no soy y que nunca podré ser.

(Octubre 2001)


Me gusta mucho este cuento, porque es una prueba irrefutable de cómo uno sublima cosas con la escritura.

Me explico. La reunión existió, la odalisca también, y mi envidia, ni hablar. Pero le cambié el final: mientras yo me fui a dormir solita mi alma y rumiando la bronca de ser menos sexi que un palo borracho, a la protagonista del cuento la recibe un marido querendón y comprensivo. Y aunque no lo crean, con pequeños detalles como ése el escritor puede llegar a ahorrarse unas cuantas sesiones de psicoanalista, de parapsicólogo o de lo que acostumbre visitar cuando anda deprimido.

La semana que viene cumplo 48, "il morto que parla", diría mi mamá. ¿Será demasiado tarde para aprender? Cuando estoy sola en casa y nadie me mira, pongo música árabe y revoleo las caderas, trato de mover los brazos con gracia, y algo sale, medio tosco, pero sale. ¿Y si me animo y voy? No para convertirme en odalisca, sino para sentir el placer de mover el cuerpo y descansar la mente, nomás. Ye me veo, llena de moneditas... o acribillada a monedazos, cuando se me ocurra bailar en público. Mejor no voy nada.

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