jueves, 15 de octubre de 2009

¿Son compatibles la felicidad y el arte?

escritura autobiografica
“Cada uno tiene su propia forma de enfrentar el dolor, o la tristeza. A mí, medio siglo de vida me sirvió para saber que el tiempo lo cura todo, lo borra todo, siempre y cuando no opongamos resistencia y lo dejemos hacer lo suyo tranquilo. Y entonces no me resisto. ¿Duele? Que duela; sé que en algún momento empezará a doler menos. ¿Estoy triste? Sé que mañana, cuando me despierte con el sol, me sentiré mejor.

Cuando era jovencita me parecía que el dolor y la tristeza eran más profundos, sublimes y trascendentes que la felicidad. ¿Sufrir por amor? ¡Magnífico! El amor verdadero era el de las novelas: la tortura de los celos, la obsesión enfermiza por el ser amado, la pasión irracional. Gracias a Dios, ya no pienso lo mismo. Y desde que dejé de pensar así, desde que abandoné la idea del martirio como pasaporte al cielo y como el mejor abono para la inspiración, necesito cada vez menos estímulos para sentirme feliz.

Pero nuestra mochila cultural, esa que recibimos armadita de fábrica, tiene mucho que ver en esto de darle a la tristeza o al dolor más importancia que al bienestar y la alegría. Y la única forma de sacársela de encima, me parece, es reconocer que ya no tenemos ganas de cargarla. Eso sí; cuando la humanidad decida renunciar al sufrimiento como fuente de inspiración, el arte entrará en crisis, de eso no cabe duda, porque el arte nace de las carencias, de la disconformidad, del desconcierto, y gracias a ellos crece y persiste”.


Eso se lo escribí ayer en un mail a Alejandra, una de mis talleristas. Porque desde hace un mes tengo un taller de Escritura Autobiográfica; lo que pasa es que soy tan, tan... perfil bajo, o pavota, que no comenté nada acá en el blog.

Y después de escribirle a Alejandra seguí pensando en la relación entre el sufrimiento y el arte, en el dolor como fuente de inspiración y en el desprecio que a muchos lectores “serios” les producen los textos humorísticos, los finales felices y las escenas tiernas, inocentes o emotivas.
Desde las canciones de Palito Ortega hasta las comedias de enredos, hoy casi toda creación que no surja de las pasiones tortuosas, las experiencias trágicas, las realidades sórdidas, los heroísmos extremos, es considerada frívola, menor. Entre una comedia y una tragedia, puede que la comedia tenga muchos espectadores pero los críticos seguramente le darán los créditos a la tragedia.

La alegría, la contemplación, la serenidad y otros estados plácidos del alma, son garantía casi segura para el fracaso de una novela o una poesía. Y de la misma manera que la sangre le asegura audiencia a los medios “amarillos”, los espíritus y cuerpos heridos, silenciados, torturados o maltratados ayudan a sumar lectores, oyentes, espectadores, y sobre todo, fama de profundo y comprometido a quien se basa en ellos para crear.

Allá en mi adolescencia, época en que todo lo idealizaba, me había formado una imagen de lo que debía ser un escritor que con el correr del tiempo, gracias a Dios, fue perdiendo entidad. Los escritores tomaban mucho café, fumaban todo el día, escribían en los bares, se amanecían hablando de literatura, polemizaban con todo el mundo y tenían la capacidad y los conocimientos necesarios para opinar sobre cualquier tema. Para ser escritor había que sufrir mucho y todo el tiempo: por uno mismo, por los demás, por la humanidad. O estar medio chiflado, como Dostoievski. O terminar suicidándose, como Lugones y Alfonsina Storni. O ser obsesivos como Sábato, excéntricos como Manucho, menospreciados como Roberto Arlt, el que escribía mal. O haber tenido una infancia infeliz, como Kafka. El escritor tenía que ser tan personaje como los personajes de sus cuentos y novelas. Y si era perseguido, víctima de un complot, incomprendido o defenestrado por sus colegas, mucho mejor.

Y resulta que no, que uno puede escribir sin ser nada de eso. Uno puede escribir sin ganarse una úlcera por culpa del café, sin fumar y sin trasnochar. Puede escribir en su casa, en silencio y a horas decentes. Puede escribir, y hasta llegar a hacerlo muy bien, sin ser especialista en literatura. Puede negarse a opinar sobre lo que no conoce, puede contestar “no tengo la menor idea” cuando no sabe algo. Para ser escritor no es necesario psicoanalizarse, o tener fobias y obsesiones, o ser alcohólico o drogadicto. Y tampoco es indispensable el sufrimiento como estado permanente del espíritu.

Porque una cosa es ser sensible a lo que pasa a nuestro alrededor, y dentro de nosotros mismos, y otra muy distinta es sacralizar el sufrimiento como estilo de vida. Todos sufrimos, y el sufrimiento, como el resto de las emociones, puede ser fuente de inspiración, pero no debería ser la única. La alegría, la felicidad, el placer, también pueden servir para hacer arte. Reconozco sin vergüenza, mal que le pese a los licenciados recalcitrantes y a los detractores de ciertas literaturas, que disfruto escribiendo textos satíricos, y que entre hacer llorar y hacer reír, preferiría lo último. Y me he ganado, a fuerza de evolucionar y madurar, el derecho a escribir lo que me de la gana, lo que me haga feliz y lo que siento que le sirve a mis lectores para tener esperanzas, para sentirse comprendidos, acompañados. Me he ganado el derecho a ser escritora a mi manera, sólo a mi manera, sin paradigmas, sin ídolos a los que imitar, sin tutores, sin ideas preconcebidas de lo que debe ser un escritor.

Uno escribe como es y como vive. Eso es inevitable. Y si en mi corazón, en mi alma, ocupan más espacio la paz, la gratitud, los recuerdos tiernos y la felicidad que el dolor, la angustia o el sufrimiento, deberé enfrentar el desafío de construir, cimentada en un material tan etéreo, tan insulso para algunos, toda mi obra futura.

3 comentarios:

  1. Y por todo eso, justamente te seguimos leyendo y no vamos a dejar de leerte en ningún caso.

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  2. Amén, tocaya, se puede escribir de cualquier modo. Es más, te lo digo, hasta los que sufren puede escribir. ;D
    Y habrá buena y mala literatura entre los que hacen reír y entre los que hacen llorar.
    Y si lo pienso bien, el verdadero escritor puede provocar las dos reacciones. Heindereich es el mejor ejemplo que se me ocurre. Parece estar contando el más gracioso de los acontecimientos, y sin embargo está transmitiendo al mismo tiempo toda la desolación de un personaje.
    Otro maestro con todas las mayúsculas en eso es Ray Bradbury.
    Y esos claroscuros que rompen todas las pretendidas categorías, donde se cuenta un drama que te arranca carcajadas, o una situación jocosa que te da melancolía, son precisamente los que hacen que esa literatura sea tan magistral.
    Un beso Graciela

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  3. Verás, Graciela, érase una vez que escribí un cuento y se lo envié a un amigo, en Bolivia, quien después de leerlo me comentó: "Tu cuento está muy suelto y con un final bueno. ¿Mis observaciones críticas?: ciertos paréntesis relacionados con idiomas, lugares, citas de autores, que me parece están de más, o me saben a demasiado intelectualismo que no es necesario para el relato. Obviamente esto te sale porque vives en un medio así, pero mejor ocultarlo, como quiere Hemingway en su teoría del iceberg".

    Palabras del amigo boliviano, y en lo que a mí respecta ¡qué querés que te diga! A mí, esa teoría de Hemingway, la del iceberg, la de que el relato sólo debe mostrar la novena parte de su magnitud, me parece nada más que una artimaña del viejo Hemingway para encubrir que sus historias eran exactamente éso: tan sólo novenas partes de lo que hubieran podido ser.

    No sé si recordás que las Selecciones del Reader's Digest tenían una edición especial (y hasta quizás existe todavía) dedicada a algo así como a resumir novelas famosas por el procedimiento de los indios jíbaros: Los hermanos Karamasov, Guerra y paz, Una tragedia americana, Al este del Edén, El tambor de hojalata, se podían quedar (cada una de ellas,
    no exageremos) en cincuenta páginas de Selecciones. Y yo afirmé una vez que los editores
    del Reader's Digest le habían dado a Hemingway el encargo de jibarizar Moby Dick, con el resultado de que, a pesar de todo, le salió El viejo y el mar. Naturalmente se trata de una broma, pero ilustra muy bien lo que quiero decir de la manera de escribir de Hemingway.

    Creo saber y/o darme cuenta de por qué tuvo tanto éxito entre los lectores. Pero nunca he logrado entender las razones de su éxito entre los escritores, a no ser porque convenciera a muchos –entre ellos a mi queridísimo y malogrado Osvaldo Soriano– de que un relato podía ser la novena parte de lo que hubiese podido llegar a ser en otras manos (aunque no en las de Soriano, claro está). Con ello le abría las puertas al campo sin vallado del blablabla, y conste que no quiero ser injusto, porque pienso que lo poco que Hemingway sabía hacer lo hizo muy bien. Y hay además un libro suyo, Death in the Afternoon, que me parece que es el mejor que haya escrito acerca de las corridas de toros alguien ajeno a nuestro mundo hispano: sobre todo su léxico es algo que merecería editarse como libro aparte porque en él están resumidas, de manera fenomenal, las mejores cualidades de la prosa del viejo don Ernesto.

    Pero volviendo al tema. Debo señalar que descreo de todo tipo de recetas para escribir. Descreo de la teoría del iceberg de Hemingway en la misma medida que desconfío de que, como dijo Stendhal, una novela deba ser un espejo colocado a la vera de un camino. Sigo creyendo, de común acuerdo con una ilustre autoridad, que "el estilo es el hombre", o más a ras de suelo, que "cajún es cajún", "cada uno es como es", la frase clave de la metafísica gitana. Pensemos en Dostoiewsky escribiendo según las fórmulas de Flaubert o en una Madame Bovary salida de la pluma de John Dos Passos. ¿Te imaginás El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha escrito por Jorge Luis Borges?, y como contrapartida. ¿te imaginás El Aleph escrito por Cervantes? Aunque, después de todo, ¿por qué no? Borges sabía de sobra lo que hacía cuando nos propinó ese iceberg cervantino que es su Pierre Menard, autor del Quijote, y es bastante seguro que don Miguel espoleó el aleph borgiano desde los ijares de Clavileño.

    Quiero decir con esto que cada autor tendría que aspirar, en la humilde medida de sus fuerzas,
    a ser él mismo, a que su voz suene suya, propia, inconfundible. Sólo así serán posibles los
    icebergs, cuando la magia de su prosa nos induzca a seguir buscando las ocho partes sumergidas que esa prosa nos sugiere. Lo demás es teoría, y si hay algo que mata la literatura, es la teoría.

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