Me
gustan las sábanas viejas, esas que se amoldan suavemente al cuerpo sin
deslizarse y sin arrugas. Las que están casi transparentes o a punto de
romperse, pero todavía no se han roto. Las que han conocido durante años mis
sueños, mis pesadillas, mis ganas de seguir durmiendo un rato más, mis
enfermedades y mis noches de amor. Las que han ido perdiendo el color poco a
poco tendidas al sol, desplegadas al viento como velas sin mar.
Me
gustan las sábanas nuevas, con su apresto insolente y su textura apretada. Me
gusta el pliegue como trazado con regla que se marca al doblarlas hacia afuera,
por sobre la frazada. Me gusta sentirlas sobre la piel, son como una caricia masculina,
firme, que no quiere pasar desapercibida. Las sábanas nuevas tienen un aura de
opulencia, de buena vida, de placer recién estrenado.
Todavía
no he probado la experiencia mayúscula, esa que según dicen es la síntesis
perfecta entre lujo y sensualidad. Las sábanas de raso. Me imagino resbalando
en la fría suavidad de unas sábanas de raso y se me pone la piel de gallina, y
se me alborotan las hormonas. Las tendría de todos los colores: azules para
soñar sueños mansos, verdes para sentir que ruedo sobre el pasto, amarillas
para atesorar el calor del sol, rojas para las noches de invierno, blancas para
sentirme una reina y violetas o negras para hacer el amor.
Me
gustaban las sábanas de la Tata, de algodón y con olor a naftalina. Llegar a
Rosario y acostarse en la cama de plaza y media con elástico de metal y colchón
de lana que se hundía en el medio, arropada por las sábanas y las colchas
pesadas que la abuela sacaba de lo más profundo del ropero, es uno de los
recuerdos más queridos de mi infancia.
El
resto de las sábanas, las ajenas, las de los hoteles, no me gustan, porque
entre sus hilos guardan restos de sueño, suspiros y lágrimas de vaya a saber
quién. No me inspiran confianza y no se amoldan a mi cuerpo como mis sábanas
viejas, ni tienen el encanto de las sábanas nuevas aunque a veces lo parezcan. Debajo
del perfume a suavizante se les adivina el olor a otras pieles, y es como
dormir acompañado por extraños.
No
es que tenga nada contra los extraños, aclaro. Pero a la hora de dormir,
prefiero elegir quien me acompañe, ya se trate de un ser vivo o un recuerdo.
Debe
ser por eso que me gustan las sábanas viejas: porque entre sus hilos gastados todavía
conservan el aroma de alguien que, aunque ya no se lo añora ni se lo desea, es
grato recordar que alguna vez estuvo ahí, en mi cama, entre mis sábanas.
¡¡ Me encantó, pienso lo mismo sobre mis sábanas, y todo lo que simboliza este texto!! ¡Abrazos, de los mejores, Fernández!
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